De ahí que los eufemismos sean tan apetecidos por quienes ejercen el poder: desfiguran el sentido de las cosas, generando la idea de que estas han sufrido una transformación
“Gustavo, le socializo a mi amiga Irene”, dijo una entusiasta compañera de trabajo al cruzarnos en un pasillo.
“Chogusto”, respondió la recién socializada extendiendo una mano blanda y fría, preocupada tal vez por el significado de ese verbo que, entre otras acepciones, contempla la de convertir en público algo que, en principio, es privado.
Ignoro en qué momento expresiones como presentar o relacionar perdieron su original significado para ser reemplazadas por el verbo socializar, que en su esencia, nada tiene que ver con ellas.
Pero si sé dónde nacen las palabras que, después de algunos titubeos, se integran a la corriente colectiva. A menudo esos nuevos vocablos enriquecen el habla. A veces la transforman. Y en no pocas ocasiones la empobrecen.
En el primero de los casos las palabras nacen en la calle, como respuesta a las necesidades de la vida cotidiana. En el último son acuñadas en el mundo de la burocracia y en los despachos de quienes fungen como expertos.
Casi siempre tienen el propósito de fijar en la mente del interlocutor una serie de conceptos que responden a propósitos de poder. Los medios de comunicación los replican y la gente empieza a recitarlos sin detenerse a pensar en su significado y menos en su intencionalidad.
Por ejemplo, a los tecnócratas ahora les dio por decir aperturar, en lugar del viejo, humilde, expresivo, claro, preciso y conciso verbo abrir.
O inaugurar, si es el caso
De entrada, lo inusual de la palabra ejerce un impacto en el oyente o el lector y desencadena una serie de reacciones en la mente.
De a poco la incorpora a su lenguaje diario sin preguntarse por su significado. El objetivo empieza así a cumplirse. El control del lenguaje deriva en el control del individuo.
De ahí que los eufemismos sean tan apetecidos por quienes ejercen el poder: desfiguran el sentido de las cosas, generando la idea de que estas han sufrido una transformación.
Sucede con expresiones del tipo habitante de calle, trabajadora sexual, falso positivo, comunidad gay, comunidad afro y todo ese diccionario acuñado por la corrección política y sus múltiples espejismos.
La pobreza, la discriminación y la violencia campean por todas partes. Solo que matizadas por la aparente suavidad de las palabras.
Tardamos poco en caer en la trampa: el martilleo de los medios, igual que el de la publicidad surten efectos rápidos.
Y después ya no hay punto de retorno.
Igual sucede con toda esa cacofónica letanía de los niños y las niñas, los abogados y las abogadas, los rinocerontes y las rinocerontas, las periodistas y los periodistos.
El mínimo examen nos lleva a la conclusión de que lenguaje incluyente es el que hemos utilizado toda la vida: en la palabra ingenieros caben los hombres, las mujeres, los gays, los indígenas y toda la rica variedad de individuos y matices que conforman una comunidad.
Todo eso tiene una explicación: la imposibilidad de tomar distancia crítica frente a los mensajes emitidos por los poderes de toda laya: políticos, religiosos, familiares, culturales, económicos y mediáticos.
A su vez esa imposibilidad es el resultado de que las personas no leen y, por lo tanto no predisponen la mente a la reflexión. Por eso se sientan frente al televisor, recorren con la vista las noticias del periódico, se sumergen en internet y regresan de ese viaje convencidas de que todo lo representado allí corresponde a la realidad de los acontecimientos.
Porque en realidad la información es una representación, no una presentación de los hechos.
A menudo olvidamos que los medios de comunicación son menos una expresión de la democracia que una forma de control de la realidad por parte de quienes detentan el poder.
Por eso no podemos decir que seamos ciudadanos. A duras penas somos consumidores y, sobre todo, consumidores de información.
Como trabajo lejos de mi casa, suelo almorzar en restaurantes que ofrecen un menú bautizado como ejecutivo. En todos ellos fijan grandes carteles con la variedad de platos disponibles para la ocasión. Y además están escritos en letras grandes. Muy grandes.
Sin embargo, los comensales los miran con indiferencia, se sientan a la mesa y le espetan a la persona que los atiende: ¿Qué hay para almorzar?
No hay otra salida que leerles y releerles lo que está escrito en la cartelera.
Es decir: no leemos ni el menú.
Por eso se entiende que mi compañera prefiera socializar a su amiga Irene, en lugar de presentarla, como en los viejos tiempos.
Así las cosas, en lugar de ayudarnos a aclarar y comprender el mundo el lenguaje lo enturbia.
Por ese camino estamos cada vez más lejos de la posibilidad de incidir en el entorno y de emprender su transformación, por pequeña que esta sea.