He llegado a la conclusión de que las ocas son cultivadas personalmente por los Apus o espíritus andinos.
Yo que me he trajinado extensos caminos rurales, haber sorteado senderos inimaginables, allá en el campo a leguas y leguas de la ciudad, donde era normal toparse con villorrios dejados de la mano de Dios, aldeas que aparecían de pronto entre las brumas de la neblina, casuchas de paja y barro donde no parecía vivir nadie, ni siquiera hirsutos perros que ladren al caminante. Era desolador ese aparente abandono, pero luego caíamos en cuenta de que sus moradores se habían ido a sus chacras o parcelas a cuidar de sus plantas o cultivos.
Y aparecían los perros, acercándosenos, meneando la cola como pidiendo ‘danos pan, muchacho’. Misterios de la vida, pero siempre me ha parecido que los canes tienen cierto sentido para sonsacar a los extraños algún mendrugo u otra cosa que tragar, como si nos olieran que venimos del pueblo o la ciudad. Es dura la vida en el campo, igualmente para las mascotas, que lejos están de sentirse como tales. Así que mínimamente a vigilar el ganado.
Entonces decía que en nuestros paseos, pequeños viajes por las áreas rurales íbamos conociendo los distintos sembradíos: enormes papales de verde sombrío que, sin embargo, a lo lejos el violeta de sus flores dotaba de una extraña belleza a las laderas y colinas; maizales donde era divertido perderse entre sus siluetas espectrales; trigales que se mimetizaban con los cerros pero que se delataban con los silbidos del viento. En otros lugares, de climas más benévolos atravesábamos las alfombras de locotales, sandías y zapallos. Incursionábamos en huertas donde iban madurando las paltas y chirimoyas, los tumbos y granadillas. Si había que ir a sitios más secos y espinosos para conocer los tunales y otros cactus, lo hacíamos.
Sin embargo, en esas tantas idas y venidas, como dice cierta canción, nunca había visto una sola parcela, una sola planta de oca, ese tubérculo alargado que, por asociación de ideas, creía de chico que era pariente cercano de la papa, que su mata habría de ser parecida y tal. Total, crecía en las alturas, ¿cierto?, más arriba de las cabeceras de valle, en la puna o dominios de los cóndores, allá donde las montañas se unían al cielo, seguía imaginándome.
Y así había de ser toda la vida, porque por inverosímil que parezca hasta ahora no he tenido la fortuna de toparme con su bendita planta. Así que he llegado a la conclusión de que las ocas son cultivadas personalmente por los Apus o espíritus andinos, pues su ilustre sazón difícilmente podría conseguirse en terrenos de tristes mortales.
Que cómo llega a nuestras ciudades sigue siendo un enigma, pero por intermedio de avezados comerciantes aparece en los mercados populares durante los meses invernales. Y en el invierno el padre Sol cocina con todo su fulgor, en unas semanas, las ocas desparramadas en el patio. Es cuando ya han alcanzado el dulzor necesario para hervirlas y acompañar las sopas a modo de pan. Esa consistencia harinosa, suave y dulzona hace que el almuerzo sea una experiencia agradable y saciadora.
Es fiesta para los ojos pillar ocas de variados colores y tamaños. Las más comunes, las amarillas que con su pulpa suelen prepararse espesas sopas, propicias para los días más fríos, una exótica alternativa a las cremas de zapallo. Las rojas, las anaranjadas, algo más secas pero que siempre valen la pena. Las de tonos blancos, más escasas, un tanto más acidas pero de regusto delicado cuyo matiz entre lo dulce y lo agrio no tiene parangón. Las moradas, algunas casi negras, que por su rareza aun son más difíciles de catalogar. Eso sí, que nadie pretenda comerse unas ocas sin asolear, le sabrán sosas y poco apetitosas.
No hay nada más suculento que disfrutar de un lechón al horno acompañado de ocas (las papas sabrán secas al lado de unas ocas horneadas) y ensalada de lechuga para añadir frescura a la boca. La tierna carne adobada con ají colorado, ajo, comino y otros condimentos encuentra el contraste perfecto con el sabor tostado y dulzón de la oca. Pocas cosas he hallado en mis recorridos gastronómicos algo tan exultante, evocador y maravilloso que el sabor ancestral de este humilde tubérculo de las tierras altas.
Pasarle una mano de mantequilla antes del horno (a ser posible de barro) no tiene precio. Y las texturas muy tostadas de su piel crocante, tampoco. Para mí equivale como la golosina para un niño, podría comer ocas horneadas todos los días. Así es la fortuna de vivir entre los Andes, entre tierras de eternos descubrimientos.