Cuando leo un poema genial en sueños, me despierto y salgo de entre las sábanas como el ahogado al aire. Ya en la vigilia, busco en todos los libros, sin hallarlos, los versos que me abrieron los ojos. Busco el poema que soñé como busca a Dios quien sabe que no existe. Poema soñado, sálvame, ven a mi encuentro, rescátame de este océano de prosa podrida que es la vela. Santificado sea tu nombre Sylvia Plath, venga a nosotros tu reino, Emily Dickinson, la estrofa nuestra de cada día dánosla hoy, Jorge Manrique, ruega por nosotros, los insomnes, Vicente Aleixandre. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, Gil de Biedma, y no nos dejes caer en la tentación, Pedro Salinas. Creo en los sonetos de Lope de Vega y en las rimas de Bécquer y en la desesperación de Espronceda. Perdónanos, Shakespeare, nuestras deudas. Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, danos una metáfora. Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, revélanos un ritmo. Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, sácate un endecasílabo de la chistera. Salve, Szymborska, mater misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra, salve. En aquel tiempo escribió Louise Glück a sus lectores: “Recuerdo mi infancia como un largo deseo de estar en otra parte”. Y dijo Dios hágase el poema, y el poema se hizo carne y habitó entre nosotros. En el principio era el caos y reinaba la oscuridad y el espíritu de Dios aleteaba sobre los dáctilos y sobre las tinieblas. Idea Vilariño, ven a nuestras almas, que por ti suspiran. Creo en Rilke, en Verlaine y en Rimbaud, además de en Lorca, Huidobro, Cernuda y Octavio Paz, Borges y Pizarnik. Con Luis de Góngora me acuesto, con Baudelaire, me levanto, con el Viaje a Ítaca y con don Antonio Machado. Amén.