Reseña del libro “El cuento de la criada”, un relato que transcurre en un territorio de sombras: nada hay claro en el infierno.
Título: El cuento de la criada
Autor: Margaret Atwood
Género: Novela
Tema: Distopía
Año: 1985
Págs: 412
Tal como lo conocemos, el mundo es en sí mismo una distopía: una sumatoria de lo no deseable.
Por eso, las distopías literarias lo son por partida doble: obras como 1984 o Fahrenheit 451 proponen universos cuyas dimensiones cobran siempre la forma de una pesadilla donde los hombres devienen forjadores de infiernos.
El cuento de la criada, la novela de la canadiense Margaret Atwood, pertenece a esa categoría.
Los Estados Unidos de América y las instituciones que le dieron sentido se han disuelto en medio de una de esas sacudidas de la historia que no dejan, como suele decirse,” piedra sobre piedra”.
En su lugar ha surgido Gilead, una teocracia en la que cada uno de los actos humanos es controlado con monomaníaca puntillosidad.
Corre el mes de junio de 2195. En la universidad de Denay, Nunavit, se adelanta el Duodécimo Simposio de Estudios Gileadianos. En una de las sesiones, el profesor James Darcy Piexioto deja caer sobre el auditorio un dato inquietante: la autenticidad de un manuscrito conocido bajo el título de El cuento de la criada, un brutal testimonio sobre las condiciones de vida de las mujeres en Gilead.
En realidad, no se trata de un manuscrito. En un cajón abandonado por el ejército fueron encontrados treinta casetes en los que, disimuladas entre canciones de Elvis Presley, Boy George y Twisted Sister fluyen las palabras de una mujer que da cuenta de su confinamiento en un lugar que funciona a partes iguales como cárcel y como centro de lavado de cerebro, o de reeducación, como les gusta decir a los campeones de la corrección política.
De modo que estamos ante una difícil transcripción, con todos los riesgos que eso implica. Si se quiere, El cuento de la criada es un palimpsesto, en el que los lectores deben arreglárselas para discernir el testimonio que palpita entre la música, las letras de las canciones y el relato propiamente dicho.
Para empezar, lo narrado por la autora puede haber sucedido entre los años cincuenta del siglo veinte, durante el inicio del reinado de Elvis Presley, o en los sofisticados ochentas, cuando la ambigüedad sexual de Boy George y los Twisted Sister hacían de las suyas en los videos de MTV.
El relato, entonces, transcurre en un territorio de sombras: nada hay claro en el infierno.
La narradora misma vive en una frontera donde la humillación es parte de una doctrina que apunta todo el tiempo a la degradación del ser.
En Gilead, las mujeres son apenas vientres para la reproducción. El resto es miedo, sangre, penumbras, como nos lo hace saber la narradora en la página 359 del libro:
“Lamento que en esta historia haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido entre dos fuegos o descuartizado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo.
“También he intentado mostrar algunas de las cosas buenas, por ejemplo, las flores, porque ¿a dónde habríamos llegado sin ellas?”
En Gilead las cosas buenas son apenas una reminiscencia. Un eco de mundos remotos y perdidos.
La realidad es una sociedad donde la infamia es reproducida y prolongada a través de una estructura de castas cuyo único propósito es atizar el descenso a través de las distintas escalas de la degradación: ojos que vigilan, tías que controlan, criadas que deben prestar sus vientres para garantizar la reproducción, comandantes esclavizadores y esclavos a la vez, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia.
La narradora lo evoca de esta manera:
“O recordarías historias que habías leído en los periódicos sobre mujeres que habían aparecido- a menudo eran mujeres, pero a veces también hombres, o niños, lo cual es terrible- en zanjas, o en bosques, o en neveras de habitaciones alquiladas o abandonadas, con la ropa puesta o no, vejadas sexualmente o no; asesinadas, en cualquier caso. Había lugares por los que no querías caminar, precauciones que tomabas y que guardaban relación con las cerraduras de ventanas y puertas, con el hecho de echar las cortinas y dejar las luces encendidas. Cada uno de estos actos era una especie de plegaria; esperabas que te salvara. Y en gran medida lo hacían. O si no eran ellos debía de ser otra cosa; podrías asegurarlo por el hecho de que aún estabas viva.”
Estar vivo, sentir que la sangre palpita en las sienes constituye en todos los casos el único anhelo de los hombres y mujeres que surcan las cuatrocientas doce páginas de esta novela. De este descenso a los infiernos que, en últimas, alimenta el decurso de toda distopía.
Aunque a veces, en las frecuentes noches de desvelo, los deseos van un poco más allá:
“Aparto la sábana y me levanto con cautela; voy hasta la ventana, descalza para no hacer ruido, igual que un niño; quiero mirar. El cielo está claro, aunque la luz de los reflectores no permite verlo bien; pero en él flota la luna, una luna anhelante, el fragmento de una antigua roca, una diosa, un destello. La luna es una piedra y el cielo está lleno de armas mortales, pero qué hermoso es de todas formas, por Dios.
“Me muero por tener a Luke a mi lado. Deseo que alguien me abrace y pronuncie mi nombre. Quiero que me valoren como nadie lo hace, quiero ser algo más que valiosa. Repito mi antiguo nombre, me recuero a mí misma lo que hacía antes, y cómo me veían los demás.
“Quiero robar algo.”
Recuperar el antiguo nombre. La identidad como mujer y como perteneciente a la dimensión de lo humano: he ahí el sentido de El cuento de la criada. Una parábola sobre el tránsito de hombres y mujeres por los círculos del infierno en busca de la redención.