Como saben, y si no lo saben pues entérense, “esta tierra inocente y hermosa/ que ha debido a Bolívar su nombre” tal como reza el himno nacional, posee múltiples pisos ecológicos que ha llevado a los naturalistas y demás estudiosos del planeta a catalogar a Bolivia como uno de los 25 países con mayor diversidad biológica. Tenemos prácticamente todos los climas y microclimas (qué será eso pero suena bonito) salvo el costeño por nuestra condición de mediterraneidad; pero bueno, nos la apañamos yendo a lagos y ríos a retozar en sus playas aunque sin olas dónde cabalgar. Algo es algo.
Así es, damas y caballeros, en esta tierra crece de todo, desde helechos arbolados de la era de los dinosaurios (los neozelandeses se creen que tienen la exclusividad) hasta bromelias gigantes que florecen cada cien años prácticamente a cinco mil metros de altura, cerca pero muy cerca del cielo. En esta “tierra feraz y bendecida” son incalculables los dones que nos prodiga la madre naturaleza. El otro día, por ejemplo, me devoré de una pasada un interesante catálogo de frutos silvestres que crecen en el Bosque Seco Chiquitano -un particular ecosistema ubicado en las llanuras orientales-, que de seco no parece tener nada ya que descubrí maravillado que allí se daban casi un centenar de inverosímiles frutos comestibles, de formas y tamaños que desafían la imaginación. Y no he hablado de la Amazonia, que el intentar citar sus especies vegetales sería como querer contar las estrellas. Si existe el huerto del Edén, seguro que anda escondido por estas latitudes, unos grados más, unos grados menos.
Pero volvamos a nuestros valles queridos, sitios donde corren la leche y la miel a semejanza de las historias bíblicas. Dicen las crónicas antiguas que cuando Francisco Pizarro arribó a inmediaciones de Cajamarca, el inca Atahuallpa le envió un precioso regalo como señal de bienvenida: una canasta de unos frutos alargados como si fueran las vainas de habas enormes (eso habrán pensado los conquistadores, más familiarizados con tales legumbres), que en su interior escondían unas aterciopeladas golosinas. Eso es lo que cabalmente significa “pakay” en quechua, como acción de ocultar o esconder.
El pacay (pacae, guaba, inga, guama) fue cultivo muy apreciado por los pueblos precolombinos asentados a lo largo de la geografía peruana, de ahí se expandió a los territorios vecinos, sin duda. Así que no hay mucho misterio en que haya llegado a los valles interandinos de Bolivia, siendo Cochabamba una de las regiones donde mejor se adaptó. El pacay es una leguminosa, pariente bastante cercano de las habas, del garbanzo, de la soya, aunque estas sean herbáceas, así como del algarrobo y el tamarindo, dos especies arbóreas más afines.
Es un árbol de rápido crecimiento que puede alcanzar los quince metros de altura, de follaje verde oscuro y permanente. Es usual verlo en las aceras y parques de la urbe cochabambina, así como en patios de cualquier vecindario ya que su atractiva copa ofrece magnífica sombra. En las regiones tropicales del país existen variedades silvestres que producen frutos que asombrosamente sobrepasan los cincuenta centímetros de largo, aunque raramente llegan a verse en la ciudad.
En los valles circundantes a Cochabamba se lo cultiva en las huertas y es en el verano (entre los meses de diciembre a marzo) cuando hace su aparición en los mercados de la capital donde se lo comercializa en pequeños montones, a veces a ras de suelo sobre un colorido aguayo. Según el tamaño (entre 10 a 20 cm) y las formas, las vainas tienen un color que va desde el verde amarillento al verde oscuro, o ‘verde pacay’ como se estila decir en estos lares.
La fruta propiamente dicha es una suerte de telilla de textura algodonosa que recubre las semillas o pepas negras. Y si alguien se pregunta a qué sabe el pacay, difícilmente hallará la respuesta, porque dado su sabor tan sutil y delicado resulta incomparable. Sin embargo, su aterciopelada dulzura recuerda a veces al algodón de azúcar pero de manera natural y sin ningún atisbo de empacho. Tal vez por ello gusta tanto a niños como mayores. Por su bajo contenido en azúcares y calorías es recomendable incluso para personas diabéticas. Sus cualidades digestivas lo hacen apto para consumirlo a cualquier hora del día, sea al natural o licuándolo para obtener una refrescante bebida.
La medicina ancestral aprovecha sus hojas, corteza de las ramas y semillas por sus propiedades antiinflamatorias y cicatrizantes. Ya se esfuma el verano, y con él los últimos pacaes que otra vez se esconderán de nuestra vista hasta la siguiente temporada.
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