Ya pueden imaginar el tamaño de sus costillas, siendo más bien un pez plano y ancho, que si se le saca la piel puede ser confundido con carne de otro animal
El domingo pasado fuimos a comer a las afueras, si se puede llamar así a la casa de unos parientes situada en la esquina noroeste de la ciudad. Arribamos a poco más del mediodía con la intención de ser atendidos entre los primeros y disfrutar de lo mejor, que si uno llega rezagado a menudo ya no tiene para escoger. Mientras las brasas se ponían a punto en las dos parrillas del patio, nos colamos en el amplio jardín donde dos enormes árboles de pacay señoreaban, cargados de frutos.
Recogimos tantas vainas como pudimos para devorar a continuación la dulce telilla blanca o pulpa que envuelve a las semillas negras. En verdad teníamos hambre, y aquella ración de fruta nos vino bien, aunque diríase que empezamos mal iniciando el banquete con el postre. Pero qué mejor postre que al pie del árbol, me dije.
Menos mal que aquella merienda previa fue tan ligera que no nos afectó para nada en la degustación del plato principal. Ah, después de zamparme a mano limpia, un buen trozo de carne blanca, tierna y con sus lados achicharronados, concluyo que mi primo el pescador tenía razón: no hay mejor pescado fluvial que el Pacú, bicho voraz de la familia de las pirañas, sazonado por la naturaleza misma, ya que se alimenta de todo, especialmente de ciertas bayas y otros frutos pequeños que los árboles de la selva dejan caer junto a los ríos. En suma, una especie que por la delicadeza y sabrosura de su carne, podríamos comparar con la de un lechón pasado por el horno.
El Pacú es un pez duro de pelar, mejor dicho, complicado de sacar del agua por la resistencia que opone a los pescadores, siendo su captura todo un orgullo para quienes practican la pesca deportiva con caña y anzuelo. Es un bicho mañoso, que no pica tan fácilmente, me comentó alguna vez mi primo, mientras me mostraba algunos magníficos ejemplares de hasta cincuenta centímetros que había capturado en una incursión a los ríos del parque Tipnis.
Ya pueden imaginar el tamaño de sus costillas, siendo más bien un pez plano y ancho, que si se le saca la piel puede ser confundido con carne de otro animal.
A propósito de confusiones, en la familia hay una anécdota muy celebrada respecto a la broma que le gastaron a mi tío Campe, quien tiene su fama de sibarita y que antaño repudiaba cualquier pescado por prejuicios adquiridos. Cierta vez, tío Campe pasaba por Villa Tunari, el pueblo más cercano del trópico cochabambino, aprovechando la ocasión para visitar a su primo Carlos que en aquellos años era el médico de la población. Quédate a cenar, que vamos a comer jochi pintao (paca común), le había prometido tía Anita, esposa de Carlos. Aficionado a la caza desde siempre, él aceptó encantado, quedando muy satisfecho con aquella pieza “exótica” que le sirvieron.
Desde entonces, tío Carlitos relata una y otra vez cómo había engañado vilmente a su primo, para jolgorio de los oyentes. El domingo, tío Campe también se sumó al banquete pero a sabiendas, y viéndole deleitarse con su costillar de Pacú aprovechamos para preguntarle: ¿qué tal sabe tu jochi pintao, tío?
Las cocineras- mis primas- se lucieron con la sazón y el buen gusto a la hora de disponer las mesas. Viendo ese festival de colores y olores, el apetito se activaba al instante. Se agradecía que el pescado fuera servido en plato exclusivo y la guarnición aparte, a diferencia de la costumbre valluna que consiste en colmar los platos hasta el límite y formar una pequeña montaña si hace falta. Hasta los limones tenían su cuenco respectivo para la comodidad de los comensales.
Ni qué decir del sabor agradable y sutil (sin ese dejo fuerte de todo pescado en general) y la textura aterciopelada de la carne blanquísima bajo esa piel retostada y algo chamuscada.
Y eso que la carne provenía de pacú criado en cautiverio. ¿Cómo sabrá la de pacús auténticamente salvajes, alimentados por la exuberancia de los ríos selváticos? A gloria, que lo sé yo, gracias a mi primo el pescador.