Esta fotografía fue hecha el 11 de noviembre de 2019. Un azar la trajo hasta mí, por eso no tengo certeza sobre su autoría, aunque dicen que es de Carmen, una muchacha que perdió a su madre y otros parientes durante la masacre de Bojayá.
La composición de los elementos que llenan el paisaje fluvial parece la obra de un montaje, de una escenificación cuyo propósito es conseguir el cuadro de belleza más sobria, más sublime y conmovedora.
Pienso en alguien que coloca con mucho cuidado al Cristo sobre la proa del bote, guardando el recato en esa manera de ordenar los cirios para que destaquen sin romper la armonía del fondo. El sentido de las proporciones queda manifiesto en la geometría simple de los cofres con las flores blancas de bisutería encima que apenas logran adivinarse. Pienso en el cuidado que tuvieron esas manos al vestir al señor con la túnica de tela fina. El señor recién arrancado de la cruz, sin brazos, sin piernas, la mirada rota hacia abajo, el señor es un Cristo atípico: mutilado, sucio, porque viene de la guerra.
Vuelvo a mirar el río del fondo, el majestuoso Atrato por el que va navegando ese Cristo mutilado con los 98 cofrecitos de madera adornados de flores blancas, donde reposan otros tantos restos humanos que van a ser sepultados luego.
Entonces se me ocurre que Carmen apenas terminó de pulir los últimos aspectos del decorado, el ángulo de la cámara, la iluminación, el encuadre para que el río abarque la imagen completa, puros detalles menores.
Se me ocurre que los verdaderos responsables de esta composición fueron otros, cuando colocaron con mucho cuidado la bomba cargada de explosivos y metralla en el cañón fabricado en un cilindro de gas doméstico, pienso en la meticulosidad precisa con que los guerrilleros rodearon el pueblo desde la ciénaga y arrinconaron a los paramilitares, que se escondieron detrás de la iglesia donde había quinientos civiles, y luego el recato con el que alguno dio la orden de lanzar la bomba que cayó donde no tenía que caer.
En Bojayá la gente repite todavía las palabras que dijo el comandante guerrillero Sílver la mañana del 2 de mayo de 2002: “guerra es guerra, el que murió, murió”. La guerra, tan irremediable, ese día desclavó al Cristo de su cruz, le rompió las manos, las piernas, mató 79 personas, dejó una estela de viudas y viudos, de huérfanos y lisiados.
Lo demás ya no se me ocurre, sólo lo supe por la voz de los sobrevivientes que contaban, diecisiete años más tarde, las historias de los niños destrozados y señoras rajadas a la mitad, las de los hombres que salían enloquecidos de la iglesia con trozos de hierro y varillas clavados en su cuerpo, mezclados con el reguero de piel y vísceras que los enterradores sepultaron tomando aguardiente como antídoto contra el absurdo y el horror.
Platón confiaba en una improbable equivalencia entre verdad, bondad y belleza. Pero cuánta maldad ha costado lograr la belleza sobria y verdadera de esta fotografía, cuánta bondad ha costado recoger ese Cristo roto para vestirlo de nuevo.
¿Contribuyeron a ese propósito las manos que ordenaban la túnica junto a las que dispararon los fusiles, las que dispusieron los cofres con los restos de las víctimas junto a las que recogieron esos muertos desmembrados en el suelo de la iglesia destruida, las que fijaron el objetivo y apretaron el obturador junto a las que apuntaron con el cilindro bomba y recargaron las ametralladoras?