Y todavía se seguirán preguntando a qué se parece la papalisa en cuanto a sabor. Prácticamente a ningún producto sobre la faz de la Tierra
Mi tío octogenario que se ha recorrido medio mundo (yo ni había nacido y él ya se había trajinado sitios tan raros como Bucarest, Budapest, Praga, Sofía, Berlín, Moscú, Pekín, digo raros para un boliviano, y más aún durante la Guerra Fría, ni hablar de los innumerables países occidentales que ha visitado) me decía el otro día que en todos sus viajes no había probado nada similar a la papalisa, ni por asomo, así que proponía que cierto guiso de ese tubérculo debería ser nuestro emblema, nuestro plato nacional, por lo menos para identificarnos ante el resto del mundo.
Como sabemos, asociamos a los mexicanos con los tacos y burritos, a los peruanos con el ceviche, a los brasileños con la feijoada, a los argentinos con el churrasco o asado, de España tenemos bien guardada la imagen de la paella, de Italia nos suena natural la pizza, y así sucesivamente.
Pero Bolivia que tiene tantos productos gastronómicos para ofrecer no se decide por ninguno, porque instantáneamente afloran los nacionalismos de cocina por cualquier asuntillo; le pasó a cierta Miss Bolivia una vez que, por citar un plato de su región solamente, le llovieron los palos por no mencionar las otras comidas del país.
Mi tío que lo ha probado todo, y que es además un consumado sibarita, tiene razón en cuanto a que la papalisa es el mejor candidato para ser el plato bandera de nuestro país, por singularidad y por muchas otras razones culinarias.
Muchos se imaginan (incluyendo compatriotas) que el altiplano es una planicie inhóspita, desértica, y montañas por doquier, donde por poco no crece nada más que pajonales, lo cual es una verdad a medias. Aunque en las mesetas, punas, páramos y demás elevaciones escasean las plantas ante la vista, y pareciera que los terrenos no produjeran nada; sin embargo, es bajo la tierra donde yacen los tesoros escondidos, la mayor parte en forma de tubérculos.
Ciertamente, la orografía de los Andes ha complicado la existencia del hombre, y en Bolivia esta cordillera alcanza su mayor anchura, dando lugar a paisajes inesperados y sitios inaccesibles, pero también entre tantas cumbres, cerros y precipicios hay lugar para quebradas, vallecitos y otros rincones al abrigo de las inclemencias del tiempo.
En esas tierras labrantías de altura crece la papa y sus centenares de variedades de todas las formas y colores, asimismo cultivos menos conocidos o poco comerciales como la oca, el isaño, el tarwi y la vistosa papalisa (olluco) que siempre me ha gustado desde que tengo uso de razón. A pesar de ser un cultivo milenario es algo extraño que no sea tan consumido en las mesas bolivianas, a diferencia de la papa que es prácticamente pan de cada día.
Caminante habitual de los mercados que soy nunca he podido descubrir mas allá de unas tres variedades y no es que sea un torpe para la observación sino que simplemente no hay vestigios (salvo en publicaciones agropecuarias) de la papalisa blanca, verde, rosa pálido, amarillo tenue y otra decena de variedades que aseguran que existen.
En casa, somos varios los que exigimos que al menos una vez por semana tengamos un plato de papalisa, deseo que no siempre se cumple por diversos motivos, empezando por aquel tópico de que las nuevas generaciones no aprecian la comida ancestral, y que además pasan con olímpico desdén de la sopa.
Y en sopa es como la papalisa se presta mejor a la degustación, ya que su aroma destaca desde que el caldo comienza a hervir, provocando que el apetito se vaya despertando. A esa sopa, prolijamente preparada con papalisa machucada o desmenuzada, se la adorna con unas cuantas papitas blancas (sí, han oído bien, a pesar de ser ambos tubérculos, no hay confusión de sabores) y unos generosos puñados de haba verde o arveja, para finalmente servirla humeante con una pizca de cilantro picado y el olfato querrá enloquecer cautivado por ese olor tan embriagante.
Y todavía se seguirán preguntando a qué se parece la papalisa en cuanto a sabor. Prácticamente a ningún producto sobre la faz de la Tierra, es tan singular que parece de otro planeta. Por aproximarnos algo, reúne cierta acidez, cierto dulzor, a partes iguales sin empachar nunca; lo mismo en cuanto a textura, a ratos sabe crujiente a momentos suave y harinoso. Todo depende del tipo de comida y del arte llamado ‘toque personal’ de quienes la preparan.
Y resulta todo un arte elaborar un buen Ají o Sajta de papalisa, un espectacular guiso picante que comienza con hervir previamente las bolitas del tubérculo y cuando estén bien cocidas se procede a aplastarlas tal cual se hace con el puré de papa pero sin hacerlo tan completamente.
En una olla se cuece charque de vaca por unos diez a quince minutos y luego se lo golpea en batán hasta deshacerlo en pequeñas hilachas. En una cacerola se reúne cebolla, tomate y ajo picados, para sofreírlos en aceite, añadiendo comino y orégano, y por último unas buenas cucharadas de ají colorado y con parte del agua escurrida de la papalisa se dejar cocer la mezcla durante un rato, a la que luego se le añade arvejas.
Finalmente se espesa el guiso con la papalisa y el charque desmenuzado (sirve también carne picada pero no es lo mismo) para terminar la cocción. Se sirve acompañado de papas blancas, y un arroz graneado de manual. Es aconsejable, al momento de servir, regar el guiso con perejil picado. Tal cual, el placer de un aroma sin igual, y el sabor indescriptible de un plato picante único, aporte de Bolivia para el mundo.
La papalisa cobró inusitada fama en los últimos tiempos, cuando el fantasioso entonces canciller del Estado Plurinacional, David Choquehuanca, recomendó en una sesión ordinaria de la mismísima OEA el consumo de este olvidado tubérculo, argumentando que era el sustituto natural del Viagra, invitando a degustar en una próxima reunión que se iba a efectuar en Cochabamba.
Llegado el momento, no sabemos si los visitantes habrán retornado a toda prisa a sus habitaciones de hotel para corroborar lo que el canciller anunciaba con aires de profeta.