Una vez más, quedé maravillado por la sazón tostada y evocadora de aquella carne que delicadamente se deshacía en los labios, como si fuera alimento de dioses; y que por una extraña razón o alineación de los astros, tocaba en suerte a una familia de mortales privilegiados
No cabe duda de que la carne de pejerrey es toda una delicatesen, en todo el sentido de la palabra y más allá. De carne tan blanca, tan delicada, tan suavecita, tan suculenta que no admite discusiones.
No por nada aseguran que es la mejor materia prima para un soberbio ceviche. Y el mejor ceviche lo he degustado en las calles empinadas de La Paz, de peruanos, por supuesto; cuando ni se me pasaba por la cabeza a atreverme a probar carne cruda.
Fue aquel primer bocado de su textura aterciopelada por el limón, con frescas sensaciones de cilantro, lo que me sedujo. La conexión dulce del camote con ese caldo ácido me dejó atrapado para siempre. Desde entonces, no perdono un ceviche, pero que sea con carne de pejerrey ya es otro cantar, de lo escasa que está.
El sábado pasado alguien pronunció la palabra mágica. Estaba yo absorto en labores de jardinería, cosa de terminar a tiempo para ir a comer fuera de casa. Dudé mucho cuando me dijeron que habría pejerrey para almorzar y con pies ligeros fui a verificar a la cocina.
Evidentemente, los delgados filetes reposando en una bandeja me convencieron.
Habrá pasado más de un año desde la última vez que disfruté esa prodigiosa carne. Con lo contaminados y faltos de agua que están los escasos ríos y lagos del altiplano ya no es novedad que el pejerrey -antaño un abundante pescado humilde- se haya convertido en un auténtico lujo en nuestras mesas.
Sacrifiqué mi otro almuerzo que tenía planeado en otra parte, porque bien valía la pena, me decía. Y no me equivoqué. Con el hambre canina que azotaba mis entrañas hubiera aceptado hasta una ensalada de nabos como entrante.
No mostré mucho entusiasmo cuando vi la sopa de fideos como primer plato, de tal manera que me hice servir apenas un par de cucharones. El fideo es cosa de todos los días, porque siempre salva de apuros.
Pero me iba a arrepentir de mi decisión. Porque, carajos, qué bien sabía esa sopa, sabe Dios con qué verduras iba sazonada, y quería más y más, antes de atacar el plato principal.
Finalmente sirvieron lo más esperado: una generosa y apetitosa ronda de pejerreyes fritos, con abundante limón para acompañar la ocasión.
Y para terminar de redondear el lujo, en un cuenco tentaba un humeante risotto de quinua, un perfecto maridaje que más allá del exquisito sabor -con potentes resabios de queso y crema de leche-, mostraba mucha coherencia temática y cariño por los sabores locales, al resaltar dos productos típicos, cosechados en los agrestes páramos altiplánicos.
Y de paso, a golpe de cocina se revalorizaba una tradición casi perdida.
Una vez más, quedé maravillado por la sazón tostada y evocadora de aquella carne que delicadamente se deshacía en los labios, como si fuera alimento de dioses; y que por una extraña razón o alineación de los astros, tocaba en suerte a una familia de mortales privilegiados.
Faltó el vino blanco para alentar la sobremesa y seguir la costumbre, como mandan los cánones de gastronomía.
Pero ciertamente, no se puede negar que rematamos la faena con altura, pues de ninguna manera íbamos a despreciar un prodigioso tannat tarijeño, concebido y madurado a más de dos mil metros.
Casi tan cerca del cielo, de la mesa de los dioses.