Se preguntarán qué hago sacando la cabeza por la ventanilla de un bus de servicio urbano, con los colores del glorioso y sufrido Deportivo Pereira. Pues bien, la necesidad tiene cara de perro. Baste decir que aunque no comprenda de economía, la de mi dueño se fue al traste.
Qué te puedo decir, no es fácil ser perro en la ciudad. Por más que Fernando Vallejo nos ponga en el mismo lugar de Céline y nos lave los dientes y done sus premios para crear albergues dignos. O Coetzee se conduela de los perros desahuciados en Desgracia. O Carolina Sanín opte por el animalismo y se la vea con su mascota, impetuosa, por el Park Way, mientras denuncia que “No debería haber perros vigilantes”, nuestras circunstancias caninas son tan complejas como el carácter variable de los veterinarios.
Fuera de soportar el peso de la domesticidad cargamos con las neurosis de nuestros dueños, con sus soliloquios mascotiles.
Eso de hablar con nosotros, en tono íntimo, no les queda bien: “Mira, mira, Póquer, allá vive tu tío Ernesto. Sí, en el piso siete”. Algo va del trauma a la compañía que prodigamos en apartamentos diminutos. Algo se liga entre la soledad del bípedo pensante y esa manía de sacarnos a la calle con bozal y correa, mientras las cacas que dejamos a nuestro paso, con el sol a cuestas, los dueños suelen dejarlas por ahí, en bolsas negras, para molestia de los vecinos.
A propósito de cacas, la ciudad es hostil con sus avisos de advertencia: “Prohibido dejar excrementos”; “Él lo hace por necesidad, yo lo recojo por educación”; “Que tu perro no deje un mal recuerdo”; “Yo tengo un dueño…responsable”.
En fin: la literatura en la que la palabra mierda, cara a la literatura colombiana, jamás aparece, es abundante. Deberíamos aprender de las groserías directas y sin ambages de Fernando Vallejo, el San Roque paisa, nuestro patrono de los días azules.
Me enfada que nos exhiban como seres exóticos. De eso algo sé, pues soy un Shar Pei, buen lector, seguidor de la poesía de Li Po, miembro de una raza dinástica y guerrera. No me extraña que un french poodle o un chihuahua me observen como un perro a cuadros. Jamás entenderán la belleza que exhiben mis arrugas, el perfecto diseño de mi hocico. Siempre les parecerá que es excesivo el cuidado que demanda mi delicada piel y más ahora con el calentamiento global. Siempre pensarán que estoy pasado de kilos, que deberían imponerme una dieta rigurosa.
Un tipo entrometido, paseador de perros, me puso un sobrenombre que detesto: Sean Penn. Le dice a mi dueño, en la portería del edificio, que lo mío es actuar: que soy perezoso, que arrugo la piel más de lo debido, que soy marrullero con la comida, que ladro mucho cuando estoy solo, que soy histérico.
Como verán, entre este individuo y yo no hay buena comunicación y todo se debe a que un día que nos acercó a su casa, le mordí la oreja izquierda a su gata Lola. Una gata fea, sin pedigree, de esas que buscan su hogar en Bienestar Animal Familiar. El otro día se atrevió a sugerir que si la mía es una raza china, lo más seguro es que me vendan de contrabando en Sanandresito.
Se preguntarán qué hago sacando la cabeza por la ventanilla de un bus de servicio urbano, con los colores del glorioso y sufrido Deportivo Pereira. Tengo los ojos cerrados y no es precisamente porque esté disfrutando el viaje. De algún modo debo evitar el smog que abunda en la zona industrial de Dosquebradas.
Pues bien, la necesidad tiene cara de perro.
Baste decir que aunque no comprenda de economía, la de mi dueño se fue al traste. Los compromisos financieros no resueltos nos han obligado a utilizar el transporte público. Me siento raro, debo decirlo, porque las gentes me miran con inquietante recelo. Mi sola presencia en este acuario en movimiento delata la condición calamitosa de mi dueño y de plano la mía. Tengo claro, eso sí, que prefiero ser futuro usuario del Megacable: ha de ser fascinante ver la diferencia de estratos sociales desde las alturas.
Se preguntarán por qué he decidido perorar. El asunto es sencillo y no requiere de la interpretación psicoanalítica del psiquiatra Alarcón: los de mi especie, en condición canina y actualizados con la protesta social, también tenemos derecho a levantar la voz, a gritar en las plazas públicas: “Perros proletarios de todos los países, uníos!”.
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