El 15 de diciembre de 1972 el director italiano Bernardo Bertolucci estrenó en Roma su película El último tango en París, protagonizada por el legendario Marlon Brando y por la más bien desconocida actriz María Schneider.
La anécdota gira alrededor del feroz encuentro sexual entre Paul, americano de cuarenta y cinco años residente en París, quien acaba de perder a su infiel esposa que se ha suicidado, y Jeanne, frágil veinteañera aspirante a actriz.
Hace poco, y aupada por el empeño del movimiento #metoo, la Schneider recobró vigencia, a raíz de la célebre escena de sodomía que habría resultado ser real, según los auspiciantes de la cruzada.
En su momento, la película ya había desatado la furia de El Vaticano, aunque no precisamente por sus escenas sexuales, bastante moderadas por lo demás, si las comparamos con los niveles alcanzados por la pornografía en el siglo XXI.
Unos límites en los que ya no es el sexo lo que importa, sino el cuerpo en su condición de juguete: escenas en las que las parejas se consagran a echarse pedos y prenderles fuego con un encendedor.
Un regreso al más puro universo infantil.
Algo así como porno conceptual, para utilizar la jerga de la crítica en sus abordajes del llamado arte contemporáneo.
En realidad, la furia de la jerarquía vaticana poco tenía que ver con la mantequilla utilizada por Brando para sodomizar a María.
El furor bíblico fue desatado por el despiadado lenguaje usado para referirse a la institución familiar en particular y a todos los valores de la sociedad burguesa en general.
Ese hecho conecta por sí solo a El último tango en París con la mejor tradición de la literatura pornográfica escrita durante los siglos XVII y XVIII, es decir, en medio de las grandes discusiones animadas por La ilustración.
No es casualidad que en buena parte de las taxonomías emprendidas durante esos años, los pornógrafos compartan anaqueles con los filósofos y poetas de la época.
Es más: durante un par de siglos, la Biblioteca Nacional de París conservó un espacio denominado El Infierno, en el que estaban confinados los libros prohibidos.
Igual que en 1972, los poderes de la época sabían que a la liberación del cuerpo emprendida por los libertinos, le sucedería el desenmascaramiento y la rebelión frente a las otras formas de poder: político, religioso, económico y cultural.
Lo que en el siglo XIX se conocería con el nombre de anarquismo.
No por casualidad, los protagonistas de esos relatos eran marqueses, frailes, obispos. Yendo un poco más lejos, es importante recordar que la palabra Abadía (Abbayé, en francés) era utilizad de manera indistinta para referirse a las casas de putas y a las de los eclesiásticos.
¿Podía existir algo más anarquista que eso?
Tan anarquista como las palabras pronunciadas por Mademoiselle Eradice, en el momento de ser sodomizada por su preceptor, un famoso sacerdote jesuita:
“¡Ah, padre mío- exclamó ella-. ¡Qué felicidad! ¡Qué ventura me penetra! Oh sí, me siento en otro mundo. Se me va el alma. Se separa de la carne. Arrojad de mí, padre mío, cuanto quede de impuro. ¡Más, más, padre! ¡Empujad, empujad! Estoy viendo a los… án…geles. Más adentro… más… ¡Ah!…¡Ah!… Qúe rico… ¡Bendito San Francisco! ¡No me abandones! Siento el cordón… el cordón… el cordón… ¡No puedo más… ¡Me muero!
La escena aparece en las páginas de Thérése Philosophe, una de las dos o tres obras pornográficas más importantes del siglo XVIII, según lo consigna el historiador norteamericano Robert Darntnon en su libro El coloquio de los lectores.
La palabra pornografía ha transitado un camino de equívocos desde el momento mismo de su nacimiento.
En su sentido literal significa Escritura sobre las putas. Lo que reduce el asunto a una transacción comercial, al viejo y conocido concepto de la división del trabajo. En su sentido moral se refiere a lo obsceno y éste último vocablo sí que nos conduce a un laberinto de malentendidos:
¿Qué es lo obsceno? ¿Cuándo? ¿Para quién? ¿Dónde?
Ignoro si Bertolucci y el guionista de El último tango en París leyeron Thérése Philosophe, o al menos se asomaron, como gozosos mirones, al combate sexual entre el padre jesuita y Mademoiselle Eradice.
De lo que estoy seguro es de la indudable conexión entre la escena de la película de 1972 y la novela de 1748: bajo la aparente mecánica de los actos corría el río de la rebelión contra toda posible forma de dominio.
Y discurriendo, ni más ni menos, que bajo el puente levantado por pornógrafos y anarquistas.