Por, José Nava
Cerca de Los Pinos y La Presa, en el este de la ciudad, se encuentra el inicio de Río Tijuana, mismo que parte por la mitad esta ciudad fronteriza de pisadas fugaces y memorias indecentes e injustas.
No es aventurado imaginar que el río Tijuana, allá por los tiempos del rancho Tía Juana, (que a decir de algunos, puede ser el origen de la palabra Tijuana), fue un gran ecosistema con mucha fauna y flora endémica de la región. Este cauce natural ha sido testimonio de tragedias provocadas por la voracidad e irresponsabilidad del gobierno (Cartolandia, 1970) y por las inevitables lluvias (El Niño, 1993). Por lo que se decidió que sería necesario alterar su forma silvestre, salvaje y primitiva al grado de convertirlo en un canal, recto, parco y gris.
En los años noventa aún se veía lejos que se concluyera la tercera etapa de la “canalización” del Río Tijuana. Justo en este lugar, existía un pequeño oasis que era utilizado por las familias tijuanenses como refugio en vacaciones de verano para mitigar el calor y tener contacto con la naturaleza. Había árboles, arbustos, carrizos, juncos de grandes y verdes hojas, con unas varas largas y delgadas, que en la punta traían algo que parecía una salchicha esponjosa y café, que al agitarla al viento se desbarataba, lo cual provocaba risas y alegría. A nuestro modo éramos felices. También había carrizos; mi padre cortaba algunos y con papel de china y engrudo (mezcla de harina con agua) nos hacía papalotes multicolores que se alzaban tan alto como queriendo llegar al sol.
Las lluvias dejaban charcos y pequeñas lagunas verdosas, nada profundas, que eran albercas refrescantes de agua dulce, en las cuales, desde los más pequeños hasta los abuelos, se metían a descansar de los trajines de la cotidianidad y a lavarse un poco el alma. Todo era verde en aquel paraje, se veían ardillas, liebres, topos, dragonfly, mariposas, gorriones pecho colorado, que con su canto y las risas de los niños formaban un binomio perfecto en ese paraíso. El viento era fresco, acariciaba y desempolvaba la alegría y el amor de los corazones tristes.
Ahora en retrospectiva… creo que solo le faltaba un león a aquel “lienzo feliz” (Bob Ross), para ser una perfecta portada de esa revista que los domingos, misteriosamente, se abría paso hasta llegar a la mesa de centro de la casa: La Atalaya.
La frescura y naturaleza de este maravilloso lugar cada día era amenazado por la canalización, poco a poco iba siendo invadido por el cáncer del concreto.
Mi familia descubrió que en las pequeñas lagunas que se formaban existían mojarras y lobinas. Lo que invitó a los más osados a pescarlas. Era tan buena la pesca que en ocasiones íbamos preparados para freír y comer el pescado que sacábamos ahí. Un sartén, aceite, cerillos, sal, pimienta, limones, salsa valentina y una pequeña pala de madera, eran los utensilios básicos que debíamos llevar.
A unos metros de aquel oasis había un terreno baldío tan grande, que era usado como campo deportivo, conocido como: “Los campos del García”. Había unas seis canchas de fútbol y una béisbol. Este fue un punto de convivencia deportiva, familiar, de relajación y con un poco de suerte y alcohol, se podía aflojar un corazoncito, que quizás en la semana se “apretó” pero ya con el ambiente más relajado, no decía que no.
Los días viernes después de las cinco de la tarde estos campos comenzaban a llenarse de gente. Muchos eran trabajadores de las “maquilas” cercanas que iban a jugar “fut”, otros eran los compañeros que iban apoyarlos. Estos encuentros deportivos eran el pretexto perfecto para “pistiar”, oír música y olvidarse de las órdenes del “pinche” supervisor de “línea” o del gerente de la planta. Se platicaban los chismes y anécdotas de la semana: quién andaba con quién, que si el supervisor se metió con la de humanos, que si al “jotito” de ensamble lo cacharon con el de repujado, que si la “caderas” ya agarró un batillo bien culero, que si ya vieron quién recoge a la “chichona” en un camaro negro.
Cosas así.
Ahí terminaban tiradas, al igual que botes vacíos de cerveza, las frustraciones, el cansancio, el corazón roto, alguna amistad y el dinero de la semana.
Cuando apremiaban las carencias y nos alcanzaba la sombra del desempleo y en la estufa solo se escuchaba el hervir del agua para el café, que calentaba el alma y despertaba el corazón triste de hambre, era necesario hacer la expedición al oasis y los campos. Estos dos lugares representan para mi familia la salvación y el As bajo la manga.
Antes de que fueran las cinco de la tarde preparaba mi bicicleta y unas cuantas bolsas de plástico. Me iba a los campos a esperar que llegaran los de las maquilas. Al terminar el primer partido comenzaba mi ronda de pepenar los botes de aluminio dejados por la concurrencia, tenía que ser rápido porque había competencia: en mi nombre llevaba la penitencia, José Nava, “Pepe Nava”. En una buena tarde podría llenar un costal, pero para asegurar una buena entrada de dinero, me iba también sábado y domingo desde las doce del mediodía.
Entre semana, muy temprano, íbamos a vender los botes a la planta recicladora. Los “chelines” que nos daban no eran muchos, pero alcanzaba para comprar aceite, sal, cerillos, salsa valentina, y una “coca” familiar. Ya con esa despensa, el sartén y los precarios utensilios de pesca: hilo de nailon y anzuelos, nos subíamos en las bicicletas y nos íbamos al oasis.
Para mis hermanos menores aquellos era un paseo, un día de campo, un “picnic”. Para mí y mis padres era una victoria que le ganábamos al hambre y a las vacas flacas.
Un día el ruido de motores y metales me hizo despegar las pestañas. Me levanté de la cama, me puse pantalón, camisa y tenis. Salí del departamento que rentábamos, tomé la bicicleta y fui a ver qué pasaba. Atravesé por los patios de unas casas y llegué a los campos. Vi como una máquina, con un largo brazo metálico, cavaba una zanja que atravesaba una de las canchas de futbol. Los campos habían sido invadidos por gigantes amarillos de metal, el “Kraken” urbano los alcanzó y se los empezaba a tragar. Se acabaron los botes, la convivencia, las grandes victorias deportivas, las “pistiadas” épicas, las historias de las “maquilas” y los amores de viernes por las tarde.
Nos volvían a desplazar. No había mucho que hacer contra los nuevos desarrollos urbanos, que anunciaban casas de “lujo” que podían ser compradas por “cualquiera”.
Después de algunos meses de la “invasión metálica”, tuvimos que dejar el departamento, ya no había para pagar la renta. Nos vimos en la necesidad de seguir a un “líder” social (Ricardo Montoya Obeso) que nos prometía un “terreno” donde poder vivir. Lo único que había que hacer era invadirlo.
Después del ir y venir de juntas y mítines, se organizó la invasión al cerro. Fue un día 3 de octubre de 1991, en el que “los olvidados”, unas 300 familias, subimos como “chivas” por las laderas del cerro en busca de un pedazo de hogar.
Tuvimos la suerte de que nos tocara en la punta del cerro, desde donde podíamos ver el oasis de nuestras alegrías y salvación. Pero también podíamos ver la desaparición lenta de “Los campos del García”.
Mientras pasaban los meses y nuestro nuevo hogar iba agarrando forma; al principio y hasta la fecha, parece una casa hecha al estilo cubista de Picasso, con cuadrados, rectángulos, rombos, trapecios, paralelogramos, de madera, cartón, lamina, etc. El oasis seguía siendo nuestra salvación, recurrimos a él por los menos los fines de semana.
Pero llegó el día en que mi familia y yo vimos desde nuestra carpa, como la canalización llegaba al oasis. Máquinas y una flota de hombres con chalecos anaranjados destruían los carrizos, los juncos, los arbustos, árboles; todo aquel pintoresco cuadro verde y lleno de vida se transformaba en montones de tierra, piedra y lodo. La expresión de los rostros de mis hermanos y de mis padres era una mezcla de asombro y nostalgia.
Ya habíamos perdido “Los campo del García” y ahora mirábamos cómo se desvanecía el oasis, nos lo arrancaban a la mala. Sentí pena por las mojarras y las lobinas que alguna vez fueron parte de nuestra dieta salvadora.
En unos meses fuimos despojados de nuestras fuentes de sobrevivencia. Ya no había botes que pepenar, ni mojarras que pescar. El río Tijuana había sido embalsamado de concreto, ahora lucía “moderno”, muerto y frío. Terminó por ser una columna “larga” e inerte y fosa clandestina utilizada por los delincuentes para deshacerse de la “basura”.