Por, José Nava
Me subió en sus hombros, me tomó de una muñeca y de un pie, y me aventó al piso; aún no me recuperaba, cuando me subió de nuevo a sus hombros y con más fuerza me dejó caer, aquella acción se repitió tres veces más: quedé aturdido, mareado y con dolor de espalda. Mientras estaba en el piso tirado, dijo: te espero mañana a la misma hora; en su rostro se dibujó una leve y maliciosa sonrisa. Aunque ya llevaba un tiempo practicando este deporte, aún no me acostumbraba a los “clochazos”. Me despedí del maestro fingiendo que me encontraba bien, pero no era así: estaba muy adolorido. A pesar de que antes había sufrido algunas lesiones, nada graves, pero sí dolorosas, seguí yendo a entrenar de dos a tres días, sin límite de tiempo: era una adicción a la adrenalina.
Caminé hacia la parada del transporte a esperar la “calafia”. Esta llegó, me subí y tomé asiento. Durante el trayecto, viendo a través de la ventana aquellas casas construidas con cemento, bloque, madera, cartón, sueños y esperanzas, recordé cómo la Tres de Octubre, una colonia popular, fue fundada a principios de los noventas, entre cerros, barrancos, balazos, pedradas, llanto y arrestos, y la promesa de una vida mejor. También recordé el día que, sin esperarlo, di con el maestro…
Un domingo, como ya era costumbre, fui al sobre ruedas, a “chacharear”,como dicen los expertos buscadores de tesoros. En los sobre ruedas la gente camina lento o rápido y si no te pones vivo, te arrastra como una corriente marina hacia destino desconocido. En el “sobres” se puede conseguir de todo: verduras, carnes, ropa, herramientas, electrodomésticos, muebles. También hay una infinidad de puestos de comidas: menudo, flautas, carnitas, pizzas, gorditas; los tacos no pueden faltar: de birria, cabeza, asada, tripa, chorizo… “Chacharear”: puede ser terapéutico y no tiene costo.
En aquella ocasión decidí ir hasta el final del sobre ruedas. Durante la caminata no encontré nada que me interesara. Sin embargo, justo antes de regresar a casa, alcé la vista y unas palabras llamaron mi atención: clases de lucha libre. No lo podía creer: ¿clases de lucha libre, acá en la colonia…? Lo que siempre había querido practicar ahora estaba al alcance de mi mano, pero ¿sería cierto? Me dirigí hacia la casa en donde estaba el anuncio.
Afuera estaba un señor, de unos cincuenta años de edad, robusto, con una melena larga, rizada y rubia, con un pañuelo en la frente. Me acerqué a él y le pedí información sobre las clases de lucha libre. Me miró, sonriendo, y me dio la información: horarios, días y costos. ¿Te interesa?, me preguntó, sí, contesté: mi corazón latía a mil por hora. Enfrente tenía la oportunidad de hacer realidad mi sueño de la infancia: convertirme en un luchador profesional, ser como El Santo y tener sus poderes. Por fin conocería los secretos de la lucha libre, pensé.
Con un apretón de manos, a la antigua, quedé inscrito: Nos vemos el lunes a la siete de la tarde, me dijo.
Como muchos otros niños, en mi infancia, fui seducido por las películas de El Santo y de Blue Demon. No recuerdo cuál fue la primera película que vi, pero en mi memoria están presentes dos que me dieron mucho miedo: Santo contra las mujeres vampiro y Las momias de Guanajuato. Con el tiempo me fui enterando de que existía un deporte que se llama lucha libre y que El Santo y Blue Demon eran luchadores, que no sólo existían en una pantalla de televisión sino también en la vida real, eran de “deveras”, de carne y hueso, no como Superman o Batman que solo existían en el cine y en los comics.
Con el paso del tiempo, y gracias a que por aquellos años las luchas se transmitían por televisión abierta, me fui haciendo aficionado a ellas. Me encantaba ver las máscaras de los luchadores; quería conocer sus rostros para poder reconocerlos en la calle. Las luchas de apuestas de máscaras eran las que me fascinaban; no quería que mi luchador favorito perdiera la incógnita, pero también deseaba saber su identidad; eran sentimientos encontrados: me comía las uñas de la angustia.
Aunque es un deporte violento y sangriento, creo que mi generación no creció traumada por esas muestras de violencia en televisión, ¿o sí? Recuerdo la ansiedad que sentía al ver como mi ídolo, de aquellos ayeres, El Santo, era golpeado hasta sangrar; mi angustia era más grande cuando su identidad estaba en peligro: El Santo, casi muerto, derrotado, ensangrentado, maltrecho, tirado en medio del ring con el enemigo sobre su cuerpo, no se rendía. No sé de dónde sacaba la fuerza para levantarse, quizás de los alaridos del público que enardecido gritaba: ¡santo, santo, santo! lo hacían “resucitar” o le daban poderes sobrenaturales…
El Santo lograba quitarse al rudo de encima; lo aventaba contra las cuerdas, el rudo regresaba con más enjundia pero él lo recibía con unas patadas voladoras, el rudo volvió a caer y se levantaba mareado; El Santo de nuevo lo atacaba, no lo dejaba respirar, tijeras al cuello, el rudo caía nuevo; El Santo lo levantaba, le daba un golpe en el pecho, otro más, el rudo lograba esquivar el tercero y conectaba al El Santo con un “raquetazo” pero no le hizo daño. El Santo estaba convertido en una fiera, nada lo detenía; el rudo, después de un rodillazo en la cara, cayó mal herido, ahí es cuando El Santo le aplicó la llave de la casa, la de a caballo, el referí le preguntó al rudo si se rendía, pero no se rindió, aguantó el castigo, El Santo aplicó más fuerza, parecía que le iba arrancar la cabeza, ¡lo partirá en dos! El rudo finalmente cedió al castigo y se rindió. El Santo ganaba, la gente se volvía loca, literal, el ídolo de las películas lo volvía hacer, pero ahora no en el cine sino en el ring, en la vida real, el bien derrota al mal. Me emociona solo el recordarlo, me pone la piel de gallina. De niño quise tener esos superpoderes para luchar contra los malvados.
Fue en la infancia, viendo aquellas películas y funciones de lucha libre, cuando me nació la chispa de querer ser luchador.
La “calafia” ya se acercaba a mi destino, pagué el pasaje y pedí bajar. Ya en casa, después de un baño y una cena, había que dormir temprano porque el día siguiente hay que ir a trabajar, hay que ir a corretear la chuleta.
Suena el despertador a las 6 am, me alisto para salir con rumbo al trabajo. Mínimo hay que salir a la 7 am porque el trayecto es largo: tengo el tiempo justo.
Podría tomar el transporte pero prefiero bajar caminando y disfrutar del aire fresco y de la mañana soleada, antes de encerrarme en la oficina ocho horas seguidas.
Ya en el boulevard, a lo lejos veo que viene la “burra”, me pregunto: ¿cuántos apodos más tendrá el transporte público aquí en Tijuana? Le hago la parada y me subo. Sentado, veo cómo en la siguiente esquina se baja la gente que va a trabajar a las “maquilas”; entran en esas gigantescas naves industriales; parece que son engullidos por inmensas fauces devoradoras de almas, sueños y esperanzas. Muchos de los “maquileros” son personas que vienen de otros estados de la república buscando una vida mejor en esta ciudad fronteriza. Tijuana, es “noble”, les ofrece un poco de todo: fiesta, violencia, inseguridad, cultura, tradición, un plato de comida en la mesa, diversión, trabajo y la oportunidad, para los más osados, de cruzar al “otro lado”: Welcome to Tijuana, Tequila, sexo, marihuana, Welcome to Tijuana, Con el coyote, no hay aduana, compuso Manu Chao (ya me puse nostálgico). Dicen que Tijuana es fea, que es un desierto, que hay mucha violencia y prostitución, que los carteles de las drogas son dueños de la ciudad, que no hay lugares bonitos como en mi rancho, pero yo digo, que a veces, Tijuana te da más de lo que te quita.
La “burra” siguió su camino. De repente, el chofer frenó, y sentí un jalón en la espalda, el dolor me hizo recordar la chinga de la clase de ayer y también el primer día que entrené…
Un lunes, a las siete de la tarde, ya estaba tocando la puerta del Tornados Gym. Me recibió el maestro y me invitó a pasar. El patio de su casa estaba acondicionado como gimnasio: una bicicleta estacionaria, mancuernas, una banca con barra para ejercicios de pecho y otros aparatos. En el centro del patio, que era de tierra, había una alfombra, debajo de ella un triplay y de bajo de él, un spring de colchón de cama que servía para amortiguar las caídas: ese era el ring, las cuerdas había que imaginarlas.
Las primeras semanas fueron de acondicionamiento físico y maromas, ¡muchas maromas! Con el paso de los días, mientras entrenaba, reflexionaba sobre eso que dicen algunas personas: la lucha libre es puro circo, maroma y teatro, ¿será?
Maroma:
La maroma calienta el cuerpo, te va preparando para lo que viene, para el siguiente ejercicio; te da equilibrio, te ubica, te ayuda a tener un centro: todo alrededor da vueltas, pero no es así, el que da vueltas y vueltas es uno.
No había día que el entrenamiento no empezara con maromas. Tampoco sabía que existían varios tipos de ellas: maroma hacia enfrente, hacia atrás, de tres cuatros, con la mano derecha, con la izquierda. Al principio, con tanta maroma, terminaba mareado, casi borracho, y los primeros días, la espalda acababa molida de tanto maromear encima de aquel triplay cubierto de alfombra: con el tiempo la espalda se va haciendo más resistente. El maestro me decía: no hay dolor, no hay dolor, cuando yo empecé a entrenar, mi maestro el Diablo Velasco, nos hacía dar maromas en el concreto, así que no se queje y a darle, no hay dolor, no hay dolor.
Circo:
Después de las maromas seguían las acrobacias: el salto del tigre, salto de campana, resortes hacia enfrente, hacia atrás: tumbling. Esto calentaba más las articulaciones, tobillos, rodillas, muñecas, codos, hombros, hasta el cuello se veía beneficiado. Esta actividad nos daba soltura, agilidad, destreza. Eran un conjunto de ejercicios que también nos ayudaban a mantener la mente concentrada para no lastimarnos, aunque eso no era garantía; las lesiones son gajes del oficio. El tumbling, era divertido, porque se encadenaban varios ejercicios. El maestro decía: A ver, primero, una maroma hacia enfrente y regresas con un resorte hacia atrás, después un resorte hacia enfrente, te das la vuelta, haces el salto del tigre, después regresar con una maroma tres cuartos y terminas con un resorte de frente y alzas las manos en forma de victoria, ¡y al que se equivoque, un raquetazo…! Aquella advertencia eran palabras mayores. No había de otra mas que poner atención y concentrarse en los ejercicios. Porque recibir un “raquetazo” del Tornado Negro, ese luchador que se enfrentó, en dos ocasiones en duelos de máscaras vs cabelleras, al Hijo del Santo, rompiendo records de asistencia en el Auditorio Municipal Fausto Gutiérrez Moreno, (Tijuana), (hubo gente que se quedó fuera del auditorio y otro tantos, con suerte, vieron la lucha desde los pasillos y escaleras del auditorio) era llevarse a casa, como recuerdito, la mano marcada del maestro en el pecho, coloreada de rojo y sombreada de morado.
Teatro:
Aquellas tardes de costalazos, terminaban con clases de actuación, nos hablaba de lo importancia que es la interpretación de nuestro personaje. Si nos llamábamos Perro Salvaje, había que actuar como tal: morder al enemigo, golpearlo sin razón, ladrar y aullar si fuera necesario; en el caso de llamarnos Águila Justiciera, habría que hacer lances espectaculares hacia fuera del ring, desde la tercera cuerda (volar como un águila). Siendo de los técnicos habría que buscar siempre derrotar al enemigo de una manera técnica y limpia, sin chapuzas, sin trampas. Nos decía: en la lucha, si eres rudo, debes de ser malo, hacer que la gente te odie, que no te quiera, si eres técnico, la gente te debe querer y admirar. Dependiendo del nombre de luchador que tuviéramos era como debíamos actuar en el ring. Siendo la lucha libre un combate entre el bien y el mal, había que interpretarlo correctamente, meter al público en esta batalla de buenos y malos y, para lograrlo, cada luchador debe de hacer gala de sus actitudes histriónicas: la lucha libre es como una mezcla entre el teatro griego, de lágrimas y risas, y circo romano.
Entonces comprendí que la lucha libre sí tiene algo de circo, maroma y teatro.
La “burra” se detuvo de nuevo, ahora frente al auditorio. Al verlo, vino a mi mente esa frase, que no sé dónde la escuché, la cual dice: Tijuana cementerio de máscaras.
En esta ciudad cayeron importantes máscaras del ambiente luchístico; varias a manos de El Hijo del Santo, como lo fueron la máscara de: Kato Kung Lee, Silver King, León Chino, La Super Parka. También Blue Demon Sr. ganó la máscara del Espectro II.
Muchos luchadores han salido de esta ciudad fronteriza y son reconocidos mundialmente: Damian 666, Super Astro, Rey Misterio Sr., y Rey Misterio Jr… entre otros.
La parada de la “burra” fue corta, así como mi sueño de ser luchador…
La canción del adiós
Una tarde de lunes, con pesar en el corazón, llegó mi última clase con Tornado Negro. como dice la canción de Silvio Rodríguez: las causas lo fueron cercando, cotidianas, invisibles… El azar, el destino o los golpes de la vida (o de la lucha), me alejaban de mí sueño dorado: tuve que dejar a un lado el anhelo de la infancia. En el futuro cercano se planteaba un nuevo domicilio, una vida diferente, una vida en la que no había espacio para la lona, ni las cuerdas, ni las llaves, ni las contra llaves, no había lugar para el circo, la maroma y el teatro.
Esa tarde entrené lo más duro que pude, deseaba que la clase no terminara. Al final en mi corazón había un hueco, una flama se apagaba. Me despedí del Tornados Gym, de los aparatos para ejercitar el cuerpo y de nuestro ring imaginario. Me despedí de mi maestro, del Tornado Negro, de ese gran luchador que lleva sobre su espalda las lágrimas y el dolor de aquellos que, en sus manos, perdieron cabelleras, máscaras y campeonatos. Me despedí de él, igual que cuando lo conocí, con un fuerte apretón de manos.
A lo lejos veo “calette”, que es donde voy a bajar, me acerqué al chofer y pedí la bajada. Bajé y vi cómo la “burra” se alejaba rápidamente y se perdía en el tráfico de las ocho de la mañana. Entonces pensé: así se esfumó mi sueño de ser luchador.
El destino me había dado cachetada con guante blanco: quieres ser luchador, ahí te va pues, a ver sí es cierto que las puedes. Entendí que todo tiene un precio, pero no todos tenemos la voluntad de pagarlo.
Al frente me esperaba dos cuadras más para llegar al sitio de autobuses del trabajo. Mientras caminaba, sentía algo de nostalgia porque ya no entrenaría. Pero lo que no sabía, porque no soy adivino, ni mucho menos veo el futuro, es que, en unos cuantos meses, después de aquel debut y despedida de la lucha libre, el destino me daría una segunda oportunidad. Conocería a otro excelente luchador que, lamentablemente, en este 2020 nos dejó, a El Depredador… Marcos Mireles. Que también me dejó un “raquetazo” marcado en el pecho (el cual no dolió tanto como su partida al “más allá) y, que casualmente, (dicen que el destino no existe) perdió la máscara (se llamaba Alas de Plata) en manos del Tornado Negro, un 30 de diciembre de 1988.
Pero esa es otra historia.
*Las imágenes son tomadas de internet, la mayoría del facebook de Tornados Gym