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En 2010 el joven Andrés Felipe Arias, en su rol de alto funcionario del Estado, confundió los programas de incentivo a los proyectos de desarrollo rural (Agro Ingreso Seguro) en una posibilidad de entregar gruesas sumas de dinero a particulares, no propiamente minifundistas o campesinos sin tierra, que luego apoyarían sus aspiraciones a la presidencia de la República.

En el mismo año de Arias y en su rol como gobernador del Valle, el joven Juan Carlos Abadía alimentó una imagen en los medios de chico popular, convencido de que nada le impedía participar en política; en pleno ejercicio de sus labores como gobernador y acatando una orden proveniente del Palacio de Nariño –según declaraciones de su padre Carlos Herney–, decidió apoyar la campaña del joven Arias en la consulta interna del conservatismo, cuando esta curiosa colectividad uribista, se empeñó en escoger candidato presidencial.

Abadía reunió a 21 alcaldes de su departamento y a puerta cerrada, como corresponde a los actos sospechosos, condicionó el apoyo de los alcaldes a su amigo Arias, a cambio de unas prebendas en sus municipios. Siempre habrá un testigo, dijo Rodolfo Walsh, que cuente la verdad. Y la verdad es que las pruebas fotográficas de aquel acto indebido se convirtieron en noticia y en evidencia contundente para una destitución.

A estos buenos muchachos los unía su ambición por el poder, su temprana vinculación con las maquinarias políticas, aceitadas en el gamonalismo. A sus treinta y dos años Arias llegó a la cartera del viceministerio de Agricultura y un año después ocupó la titularidad de la misma. A sus veintiocho años, luego de ser concejal, Abadía se convirtió en gobernador del Valle. Ambos sabían posar para las páginas de la farándula y era difícil no ocuparse de su vertiginoso ascenso, registrado como logros en sus hojas de vida y tratado por algunos medios con permisividad. Ilustro este caso: luego de revelar el extenso prontuario del gobernador, Semana aludió al hecho de que si la Procuraduría lo destituía e inhabilitaba para hacer política por diez años, esto podría entorpecer su “meteórica carrera política”. Aunque este hecho, vaticinó la revista, “no necesariamente significa el fin de su carrera política. No solo porque es un hombre joven, sino porque ha demostrado tener mucha ambición, liderazgo y madera para resistir escándalos”.

Tanto Arias como Abadía son hijos del fanatismo político, caro al populismo latinoamericano. Tal vez fue su excesivo entusiasmo por el culto a la personalidad el que los obnubiló en el momento de medir sus ambiciones. En sus campañas publicitarias y en sus entrevistas a los medios Abadía convirtió el uso de la primera persona del singular en una impronta, como si estuviera solo en sus tareas de administrar uno de los departamentos más ricos del país. Más modesto y socarrón, Arias hablaba en nombre de su poderoso padre de crianza política y empezó a calcar los usos del diminutivo y a reencauchar esas viejas expresiones sonoras que a uno le recuerdan la existencia cultural de Amalfi y Titiribí. De modo que había razones para llamarlo con el mote de “Uribito”, como si se tratara de una nueva marca de Fisher Price.

Recuerdo el uso que el entonces ministro Arias le daba a su blackberry en tiempos de los debates en el congreso, cuando se dieron a la tarea de imponer la segunda reelección. Ante la eventualidad de que alguien se opusiera a la aprobación del referendo, el ministro Arias trasladó sus obligaciones públicas al congreso. Una de las opositoras era, al parecer, Liliana Rendón, representante a la Cámara, a quien la ex viceministra del Interior María Isabel Nieto, llamaba, en su blackberry, “la mona”, como cuando en los turbios tiempos del Proceso 8.000 se le llamaba a una ordinaria amiga del presidente Samper la “monita retrechera”. El joven Arias recibió un mensaje del secretario privado del Palacio, Bernardo Moreno: “sácale el voto”, le escribió, y entre una familiar confianza, Arias le responde que le tocará “caer en estrategias bajas por Uribe”.

Con esa familiar confianza que hizo carrera en el Palacio de Nariño, la señora Nieto le insinúa si está “poniendo los cachos con la mona”.  Como en los bajos fondos, el muchacho Arias sabe qué insinúa su partner y responde en su chat: “Me va a tocar. Hp, no la convence nadie!… jajaja”. Este lenguaje, vulgar y común entre gavillas, no lo aprendió el ministro en los ámbitos académicos californianos de UCLA; lo aprendió, sin más, en el Palacio de Nariño, cuando de pronto pasó de tímido y promisorio yuppie, a una copia bufa de su padre putativo.

La vida, poco seria en sus cosas, puso en el mismo lugar del escándalo a estos buenos muchachos. Era el 20 de febrero de 2010 y los jóvenes Arias y Abadía se reunieron en una estancia de Palmira, Valle, con 21 alcaldes del departamento azucarero. Esta reunión habría pasado desapercibida si no fuera porque Arias estaba recorriendo el país, haciendo campaña para ganar la consulta conservadora que al fin perdió con la señora Noemí Sanín.

Gracias a la tecnología, dos son los documentos probatorios de aquel encuentro presidido por el joven gobernador. Las dos fotografías congelaron momentos importantes de esa reunión. Incluso, una de ellas descubre la figura de Carlos Alberto Bejarano, alias ‘Pucho’, ex alcalde de Yumbo, a quien el presidente Uribe lo señaló en 2006 de pertenecer a grupos criminales liados con el narcotráfico. Esta figura parece puesta allí con una carga semántica ambigua, como si quisiera recordar de qué lado estaba el joven Abadía, cuyo padre fue condenado por el Proceso 8.000 (narcopolítica). Un padre afiliado al PIN, ese espontáneo partido político que sembró sus raíces en el frondoso árbol de la parapolítica y transformó los patios de las cárceles en directorios satélites.

Han pasado diez años desde que el destino de los muchachos Arias y Abadía les puso zancadilla. De Arias sabemos algunas cosas: que fue condenado, inhabilitado para ejercer cargos públicos, extraditado y ahora paga su condena en una casa fiscal de la Escuela de Caballería en el Cantón Norte de Bogotá, mientras otro fallo en segunda instancia decidirá si lo absuelve o no. Me pregunto qué sucedió con el chico Abadía. Tampoco sé qué pasó con María del Pilar Hurtado, Yidis Medina, Sabas Pretelt, Bernardo Moreno o Diego Palacio. Desconozco el paradero del psiquiatra Luis Carlos Restrepo, en qué diván reclama aún su derecho a la ternura. Pienso que todos ellos demostraron tener mucha ambición, liderazgo y madera para resistir escándalos.

Me pregunto, por último, si el expresidente y senador Uribe Vélez es un gran líder y un prohombre, como señalan sus escuderos y seguidores. ¿Habrá más gente en su entorno, cargada de tigre, capaz de inmolarse por su líder en un país donde la verdad histórica parece estar en el puño y letra de la gente encarcelada?

(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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