Mi tía había pensado, para el plato fuerte, homenajearnos con unos “tamales”, receta heredada de la rama de su familia.
Nada hay como la comida ancestral. Ya habrá ocasión de hablar de lawas, phiris y otras deliciosas querencias que la memoria guarda con inusitada claridad. Dan ganas de volver a los tiempos idos cada vez que un viejo olor es traído por la brisa desde algún fogón de leña o sitio parecido. Si hasta cuando arde la hojarasca el humo pareciera tener sabor.
¿Y dónde se prueba la mejor comida ancestral? En el campo, por supuesto. Así que nos dirigimos para Sipe Sipe el último domingo, a mitad de la mañana, pasando por su coqueta plaza, hoy transformada en otro mercadillo y merendero al paso, lamentablemente como viene ocurriendo con todos los pueblitos vallunos. Pude ver que todavía colgaba un largo cartel en una de las esquinas donde rezaba “X Feria del Pañuelo…”, digo del Buñuelo, que seguramente organizaron semanas atrás. Saber que otra placita histórica había sido engullida por el comercio era como para ponerse a llorar.
Por el pollo, para el almuerzo, habíamos circundado la plaza, y de paso nos aprovisionamos de los gigantes “pasteles” que están llenos de aire y apenas algo de queso en sus paredes. El engaño más grande, sin embargo, sabrosos ni duda cabe. Basta que uno se antoje y los demás pecamos por inercia, aunque sea para amortizar el vacío del estómago. Hablando de antojos, decía a mis acompañantes que deseaba un phiri de aquellos de antaño, sin saber que allí en Sipe Sipe podía encontrarse en un puesto del mercado, tal como me aseguró una de mis primas. Como si su humeante aroma me hubiese llamado de repente, al estar en las proximidades. En otra ocasión será, me dije, para ir en su búsqueda.
Dejamos atrás la población mientras atravesábamos veredas tranquilas donde limoneros estaban en todo su verdor, a pesar del invierno. Seguíamos el camino de tierra, colina arriba, hasta divisar la casita de campo de los tíos, que parecía fundirse junto a un sembradío de cebada como en un cuadro impresionista. El molle de la entrada, en cuanto pusimos pie en tierra, parecía darnos la bienvenida con una ráfaga olorosa de sus resinas.
Los tres perros del hogar, ni se mosqueaban ni agitaban la cola al vernos, como si nos conocieran de toda la vida. No sé si al observarlos tan plácidos y asoleándose recostados en el patio me despertó de nuevo el deseo canino de llevarme algo a la boca, como si mente hubiese olvidado que pocas horas atrás había desayunado con normalidad. O es que el campo aviva el apetito o ya se adivinaba un ají de fideo en la cocina.
Mi tía había pensado, para el plato fuerte, homenajearnos con unos “tamales”, receta heredada de la rama de su familia, ya que en la nuestra no sabíamos de tal manjar y yo jamás había probado alguno. Qué apetitoso se veía de entrada que el maíz cocido iba a ser molido en el batán, de piedra cuadrada bien tallada. Y no era cualquier maíz, sino una variedad selectamente descascarada a la manera tradicional, en paila de cobre y con auténtica ceniza como mejor abrasivo.
Se sabe que hoy, por razones de costo y cantidad, los artesanos pelan el maíz, sumergiéndolo en baños calientes con cal u otros abrasivos industriales. En el sabor del grano cocido se sabe al instante la diferencia, pues es innegable el regusto algo amargo que la ceniza transmite al producto en el proceso del pelado.
Luego ese cocido, mote con gustamos llamar bolivianamente, es idóneo para reforzar ensaladas y guisos como el fricasé de cerdo. En la familia acostumbramos devorárnoslo acompañando las sopas en vez de pan, o a manera de postre con rebanadas de queso. Es que el sutil rastro de la ceniza, es tan subyugante para el paladar que fácilmente puede convertirse en vicio, por lo menos para algunos, con este escribiente a la cabeza. Y que nos dijeran que íbamos a degustar unos tamalitos de tan rico material, nos despertaba la inquietud mínimamente.
Con una facilidad pasmosa, las manos hábiles de mi tía moldearon la masa resultante, a la que sólo había añadido huevos y algo de sal. En la palma ahuecada, con ritmo artístico, iba formando unas bolas con queso rallado al centro. Para la próxima vez podemos hacer con relleno de carne y ají, cebolla picada y ramitas de quillquiña, me anunció, y yo me juré no faltar al acontecimiento, aunque tenga que atravesar otra vez el horroroso pueblo de Quillacollo, a modo de religioso sacrificio, pensé resignadamente. Ya saben, yo y mi manía de no ir a provincia, con los aires de citadino que me gasto.
Mi prima remató la faena hundiendo los tamales en aceite abundante y muy caliente, previo rebozado en batido de huevo con una pizca de harina. Mientras dábamos fin al primer plato, los tamales reposaban en papel absorbente. Hice los honores correspondientes de hundir el tenedor para tomar un bocado. Aquella explosión de sabor, queso fundido y maíz ‘ceniciento’, aderezada con llajua, desataba la dicha terrenal desde mis adentros. Luego, el patio y unos asientos de piedra a la sombra del molle obraron el milagro de la sobremesa. Hasta que llegó el viento de las cinco, anunciando con su fiero silbar que era hora de regresar.