Julio fue un profesor que dejó huella porque nos instaba a criticar los modelos de pensamiento establecidos, a cuestionar lo incuestionable.
Es irónico que recientemente haya estado examinando aquella incapacidad irremediable, propia de los seres humanos, de intentar comprender el por qué de la partida de un ser querido. Es irónico porque en estos momentos lo experimento en carne propia, porque hoy me es imposible articular con palabras un discurso que exprese a cabalidad el duelo que me toca vivir.
Julio Hevia Garrido Lecca (Lima, 1953-2018), psicólogo, comunicador y profesor universitario, partió de manera inesperada y su muro de Facebook hizo ebullición. La última semana de junio, colegas que también fueron amigos, y alumnos que también fueron amigos compartían la noticia y expresaban su sorpresa y profundo pesar ante la pérdida de uno de los intelectuales más brillantes y auténticos del Perú contemporáneo.
Todos los comentarios coincidían: Julio destacaba por ser un académico con mundo, un analista que era capaz de relacionar con asuntos de la vida cotidiana el pensamiento de grandes teóricos como Foucault, Deleuze, Guattari, Goffman y Canetti, entre otros, siempre con una mirada crítica y un ingenioso sentido del humor.
Quienes fuimos sus estudiantes concordábamos además en sentirnos privilegiados de haber podido asistir a sus clases. Julio fue un profesor que dejó huella porque nos instaba a criticar los modelos de pensamiento establecidos, a cuestionar lo incuestionable, a abandonar los lugares comunes, a sospechar de todo aquello que se nos presentara como “normal”, “natural” o “dado por sentado”, y a someter a duda nuestras propias creencias y nuestras propias verdades.
Llevé todas tus clases, Julio, y de ellas siempre salí feliz, sintiendo que empezaba a ver el mundo de otra manera. Aquellas reflexiones fueron siempre para mí un respiro, un alivio, una respuesta, un por fin entender por qué muchas veces yo sentía que no encajaba, y que precisamente, esa suerte de “no pertenecer” era una gran ventaja.
Y aunque en los últimos tiempos no mantuvimos el contacto de antaño, siempre estuviste, de algún modo, presente: la jerga peruana, su especialidad, es una práctica que me impuse conservar desde que pisé Colombia. Así que a mi esposo a veces le comento que es mejor no hacernos paltas*, a sabiendas de que la crianza de nuestros pequeños no es en lo absoluto papaya*; a mi hija suelo pedirle que no me tire arroz*; y a mi hijo, de cuando en cuando, le pregunto: ¿cuál es tu caucáu?*
Tantas conversaciones y risas que quedaron pendientes, Julio. Lo que más me duele es haber pensado, ingenuamente, que siempre estarías allí. Lo que más lastima es haber creído que en un futuro viaje a Lima podría nuevamente contactarte, y que tendría por los menos veinte años más para reunirme contigo, hablarte de los temas que he estado investigando, escuchar tu opinión y tomar nota de las obras y autores que me recomendarías.
Cómo me hubiera gustado además contarte mis impresiones sobre el habla colombiana, sobre cómo se me hace imposible entender que en los juegos infantiles no se nombre a un mantequilla*, y sobre cómo me maravilla la combinación que por aquí realizan de sustantivos y adjetivos para dar forma a vocablos tan originales como cabecicuadrado, ojiazul, carirredondo, y mi favorito, culicagao.
Estoy segura de que habrías lanzado, con tu rapidez mental característica, una frase certera, útil y además, divertidísima. Estoy segura de que nos habríamos matado de la risa. Solo que ahora ya no estás, y no hay razón instrumental que me permita entender por qué te fuiste tan pronto, por qué nunca más tendré la posibilidad de conversar contigo.
El día en que Julio partió, una de mis amigas de la universidad y quien también fue su alumna me preguntó por las tres enseñanzas más importantes que él me había dejado.
Más allá de entender a la identidad como el continuo despliegue de roles y máscaras según el contexto en que nos encontremos, de percibir nuestras interacciones como una permanente puesta en escena, y de descubrir las ventajas de situarnos como observadores desde el margen, recuerdo tres consejos: escribir (y publicar) sin miedo; confiar en mi capacidad de aprender (y con el tiempo, dominar) un nuevo tema, y reconocer a la gente por sus zapatos (esto para evitar ser víctima de una estafa).
Ahora que sé que nunca más te volveré a ver, evocaré por siempre tus enseñanzas y consejos, y volveré siempre a tus libros, con la intención de mantener aquel sentido crítico que en más de uno lograste despertar.
¿Cuál es tu caucáu?: ¿Cuál es tu problema?
Hacerse paltas/ Paltearse: molestarse, obsesionarse, preocuparse.
Mantequilla: en los juegos infantiles, niño que es exonerado de las penalidades por ser el más pequeño. Matarse de risa: divertirse.
Papaya: fácil, suave, sin mayor esfuerzo. Tirar arroz: hacer caso omiso, dejar esperando al otro, no devolver el interés, ignorar.