Quevedo ante sus ruinas

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Francisco de Quevedo y Villegas escribió cierta vez un soneto perfecto que divisaba los vestigios del Imperio romano, aunque hay quien asegura que más bien se fijaba en otros versos latinos de Giovanni Vitale de Palermo, pues aquel un siglo antes había firmado un poema casi idéntico. Obnubilado por la decadencia que se desplegaba ante sus ojos, con el soneto A Roma sepultada en sus ruinas Quevedo advierte la mella que el tiempo provoca sobre cualquier deseo vano de grandeza monumental:

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,

y en Roma misma a Roma no la hallas:

cadáver son las que ostentó murallas,

y, tumba de si proprio, el Aventino.

***

Yace, donde reinaba, el palatino;

y, limadas del tiempo las medallas,

más se muestran destrozo a las batallas

de las edades que blasón latino.

***

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,

si la ciudad regó ya sepoltura

la llora con funesto son doliente.

***

¡Oh, Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,

huyó lo que era firme, y solamente

lo fugitivo permanece y dura.

Dos cuartetos y dos tercetos encadenados con catorce versos endecasílabos de rima consonántica. Quevedo utiliza comas y signos de puntuación para tejer el rígido corsé de la unidad de sílabas correspondiente a las normas monolíticas de los sonetos, toda una proeza bien sea que se trate de un poema original o de una versión en castellano de los versos latinos de Vitale, quien por cierto no invoca la corriente del río por ninguna parte. Las últimas líneas de Quevedo logran un encabalgamiento peculiar. Sin embargo, no es la forma ajustada con solvencia a los cánones lo que me interesa, ni la presunta originalidad del tema en cuestión, sino el fondo de imágenes que hay allí contenidas.

A Quevedo le gustaba el dibujo breve de oposiciones entre sus versos («es hielo abrasador, es fuego helado / Es herida que duele y no se siente»), otras veces prefería la unión de dos oposiciones en una sola línea. Pero el poema a Roma no apela a dicha fórmula, que fue una constante de la estética barroca con esa búsqueda de contrastes abruptos que realzaran la belleza del conjunto. Quevedo prefiere darle consistencia al tema como oposición total renunciando a los enunciados de paradojas ingeniosas. Así elabora una contradicción invisible que engloba al soneto y lo precipita desde adentro. Quevedo, perdónenme la insolencia, era hegeliano sin saberlo.

Las contradicciones y el juego de opuestos fueron recursos muy explorados en su época. Recordamos a Sor Juana («pues sufro en amar, y en ser querida»). Recordemos al propio Quevedo cuando se divierte con ingenio («De olvidar los trabajos olvidarse / entre llamas arder, sin encenderse»). O aquellos bien conocidos:

Tras arder siempre, nunca consumirme;

Y tras siempre llorar, nunca acabarme;

Tras tanto caminar, nunca cansarme,

Y tras siempre vivir, jamás morirme;

Para Quevedo la contradicción parece llevar siempre a la última y única posibilidad, aquella brega esencial de la vida y la muerte, aquel equilibrio tortuoso entre la totalidad y la nada.

Bien se sabe que el autor fue derrotado por las circunstancias harto variables y confusas de su propio devenir. Quevedo había prefigurado en otro poema su final ruinoso cuando escribió que sentía su espalda «vencida de la edad» y no encontraba  «cosa en que poner los ojos / que no fuera recuerdo de la muerte». Él mismo podría dar pistas de esa postura fatalista y existencial. La suya fue una vida truncada, con frecuentes oscilaciones entre la corte (la gloria) y la cárcel (la ruina), soportando el desprecio insufrible de Góngora, faro intelectual de su generación, y del Olimpo literario de entonces. Aquello impregnó su espíritu de una desesperanza y una desazón que es obvia en muchas de sus líneas.

Quevedo no fue un simple antagonista de cosas que son diferentes. Digámoslo en otro tono: no se limitó a la apariencia, en tal sentido su poesía adquiere hondura cuando reconoce que los opuestos conviven en un mismo ser. Una cosa es la misma y es otra, porque está compuesta por elementos que se contraponen.

El poeta canta a la grandeza de Roma, que un día albergó al imperio más grande y poderoso del mundo antiguo. No obstante, Roma es una sola, la que no encuentra el peregrino: «Buscas en Roma a Roma… / y en Roma misma a Roma no la hallas». La cosa misma contradicha, la ciudad que se derrumba en sus cimientos con una danza de contrarios que se invocan implícitos: plenitud y decadencia, gloria y miseria, esplendor y ruina. Roma opuesta a Roma.

Los primeros cuartetos se encargan de esbozar el contraste, el relato de la decadencia y la disgregación. El Aventino, una de sus siete colinas, vuelve convertida en tumba del antiguo brillo que reposa en el mismo lugar —el Palatino— donde fuera fundada un día por Rómulo y Remo, los hijos de la loba. La descripción prosigue refiriéndose al «destrozo» y las murallas «limadas del tiempo», que dejan al descubierto los restos de lo que fuera el «blasón latino». Con el esplendor Quevedo ha labrado un cadáver.

Pero son los tercetos los que rematan la carga alegórica del poema.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,

Si la ciudad regó ya sepoltura

La llora con funesto son doliente.

El río, eterno observador, es el único testigo de aquella transformación. ¿Y qué es el río sino cambio impertérrito, discurrir entre la permanencia, instante breve que es a su vez eternidad? Son los siglos que fluyen, que pasan, pero con su corriente constante permanecen. La relación del río con el llanto es otra metáfora común de Quevedo, presente en sus poemas amorosos como el poema a Isabel: «embrabecí llorando la corriente de aqueste fértil cristalino río…», o el soneto al Henares: «detén tu curso, Henares, tan crecido…».

¡Oh, Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,

Huyó lo que era firme…

El lamento final es lapidario. Sin embargo, acá el sentido del terceto supera el paisaje y la simple impresión por la ciudad derruida. Lo que sabemos sobre la vida y obra del escritor quedó grabado allí.

Quevedo fue un hombre de altibajos, de oscilaciones, nada de su gloria como miembro de la corte iba a ser reconocido en su tiempo. A sus textos les llegaría una fama tardía con la posteridad, haciéndoles justicia mucho después de su muerte. Los bienes y riquezas de Quevedo se perdieron o esfumaron —como se pierde todo lo firme— y hoy apenas nos queda la corriente cristalina de esas líneas que ni siquiera su autor vio publicadas. La felicidad, si acaso, fue una nota fugaz, un pie de página.

Quevedo supo pronto que como sucede con cualquier presencia, la suya tampoco iba a escapar a los designios de la fatalidad. Era él quien se diluía en las aguas. Era él reflejado en el Tíber, ese río de emperadores muertos. Era él convertido en ciudad y esplendor, en desmoronamiento y cadáver, en ruinas, en despojos y angustias, constatando el desmoronamiento propio, porque todo lo firme pasa «y solamente lo fugitivo permanece y dura».

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