Bernard Harcourt. Le Monde. | Traducción. Camilo Alzate.
Los eventos en la historia suelen desarrollarse, por lo general, bajo cierto orden. Primero surgen las revoluciones que luego desencadenan contra revoluciones. Pero la historia, un poco como todo en estos tiempos de pandemia, marcha al revés.
Con una sorprendente inversión de los ciclos, la respuesta militarizada del presidente Donald Trump a las protestas en su mayoría pacíficas a través del país ha desatado una turbulencia que bien podría inclinar las elecciones de 2020.
“Dominación total”
Trump fue muy transparente en sus ambiciones. Durante una reunión con los gobernadores el primero de junio explícitamente reclamó una respuesta militar y una “dominación total” del campo de batalla para erradicar a los manifestantes, a los que calificó de “terroristas”, e igualmente reclamó penas de prisión que pudieran alcanzar hasta “diez años” así como la imposición de una verdadera “fuerza de ocupación” en las ciudades americanas.
Fue al jefe del Estado Mayor y oficial de más alto rango, el general Mark A. Milley, a quien Trump confió la responsabilidad de concebir la respuesta federal. Trump martilló en la necesidad de “dominar” el campo de batalla. “Dominar es la palabra”, insistió. “Si no dominas tu ciudad y tu Estado, luego te lo van a cobrar”. En Washington, aseguró, “obtendremos una dominación total”.
Ese mismo día, Trump movilizó la policía militar y un helicóptero Black Hawk de la Armada para controlar una manifestación no violenta y desplegó la 82 división aérea en Washington. Tras haber hecho dispersar la muchedumbre pacífica a golpes de gas lacrimógeno y tiros de balas de goma para conseguir la foto de una reunión tristemente célebre, Trump marchó de la Casa Blanca a la iglesia aledaña de Sant John, rodeado de su secretario de defensa y el general Milley vestido de camuflado.
Reflejo de un proceso largo
Aquella marcha es el punto culminante de la trasformación que se ha operado después de muchas décadas en la política americana. El 11 de septiembre de 2001 supone un giro en la manera de gobernar de los dirigentes americanos. La hiper militarización de las fuerzas de policía no ha sido sino el resultado accidental de los programas de equipamiento del departamento de defensa, cuando miles de millones de dólares en material militar de punta que antes se habían usado en Irak y Afganistán fueron distribuidos a las policías de las pequeñas ciudades. Esta tendencia a la militarización es en realidad el reflejo de un largo proceso por el cual los americanos han adaptado las prácticas y lógicas de la guerra contra insurgente después de las guerras de Irak y Afganistán.
En efecto, un servicio de policía altamente militarizado hace parte integra del nuevo modelo de gobernabilidad americano -tanto dentro del país como en el extranjero- inspirado por la lógica de la guerra contra insurgente. Aquello implica una transformación política considerable: un tránsito que supone pasar del Estado de derecho al Estado de excepción permanente, como el filósofo italiano Giorgio Agamben y otros han sugerido después del 11 de septiembre, pero esa gobernabilidad inspirada en el modelo de la guerra a gran escala ha dado paso a las estrategias contra insurgentes, tal como fueron definidas por los comandantes franceses en Indochina y Argelia como Roger Trinquier y David Galula, quienes han conceptualizado esta forma de guerra no convencional llamada “guerra moderna”.
Después de Irak y Afganistán la contrainsurgencia se ha implantado en los Estados Unidos. Casi todas las estrategias de la guerra moderna han sido desplegadas sobre el terreno americano. Y a lo largo de los últimos tres años, Donald Trump afianzó este modelo contra insurgente de gobierno junto a la nueva derecha de la supremacía blanca, transformando a sus propios conciudadanos musulmanes, hispanos y afroamericanos en enemigos internos.
Lo más sorprendente de todo es que ninguna revolución ha precedido esta contra revolución. Al contrario de Argelia o de Vietnam, que fueron escenario de revoluciones anticoloniales por medio de las armas, el paradigma contra insurgente se ha impuesto en los Estados Unidos sin verdaderas insurgencias. Es por ello por lo que la historia se vuelve interesante.
El concepto moderno de revolución, tal como apareció en los siglos XVIII y XIX, se inscribe claramente en una ruptura con las concepciones que prevalecían en la antigüedad, que la entendían como una transformación cíclica de la política (por ejemplo, de la aristocracia a la oligarquía, luego de la democracia a la tiranía, según Platón). Aquella idea de la astronomía que comprende la revolución como un retorno al punto de origen fue sustituida por otra de transformación social decisiva, un punto de ruptura evidente, según la expresión del historiador alemán Reinhardt Koselleck: “la emancipación social de todos los hombres”.
Ahora asistimos a un extraño retorno a los ciclos antiguos, pero en un sentido inverso. Trump ha perfeccionado la contra revolución sin una revolución anterior. Al hacerlo terminó por desencadenar la revolución que temía. Quizá fue demasiado transparente en sus ambiciones militares. ¿No es la principal táctica de la “guerra moderna” aquella de ganar los corazones y espíritus de las masas pasivas? Enviando las tropas tan abiertamente pudo haber hecho demasiado.
De facto, asistimos a un punto de inflexión. A través del espectro político, también entre ciertos representantes republicanos, domina el sentimiento de que Trump ha cruzado un umbral. Jim Mattis, general del cuerpo de marines con cuatro estrellas, quien fuera su antiguo secretario de la defensa, hizo esta acusación al presidente en un escrito publicado en The Atlantic: “la militarización de nuestra respuesta, como se ha visto en Washington, da lugar a un conflicto -un falso conflicto- entre la sociedad militar y la sociedad civil”.
El Pentágono toma distancia
Los altos responsables de defensa han tomado distancia. El secretario de defensa, Mark Esper, y varios jefes militares condenaron con severidad la respuesta militar. Incluso Lisa Murkowski, senadora republicana por Alaska, planteó objeciones al confesar sus dudas en un eventual apoyo a Trump para las elecciones de 2020. El ex presidente George W. Bush y Collin Powell aseguran que no votarán más por Trump.
Recientes encuestas de opinión sugieren que el pueblo americano desaprueba la gestión que Trump ha hecho de las manifestaciones. “Quizá hemos llegado a un punto en el que podemos ser más honestos de cara a las inquietudes internas y tener el coraje de nuestras propias convicciones para tomar la palabra” declaró la senadora Murkowski.
Trump tal vez desencadenó aquella oleada revolucionaria que tanto temía. Y quizás (lo digo bien: quizás) aquello ponga fin a la contra revolución americana.
Bernard E. Harcourt es profesor de derecho y ciencia política en la Universidad de Columbia en Nueva York, director de estudios en la Escuela de altos estudios en ciencias sociales, autor de La contrarevolución: cómo nuestro gobierno lleva la guerra contra sus propios ciudadanos y de La sociedad expuesta. Deseo y desobediencia en la era digital.