Barquitos de papel que se hunden en el mar
Desde que se puso en marcha el concepto de estado-nación, se aumentó la necesidad de tener un mayor control fronterizo. Es muy humano dividirse en castas, grupos sociales, pueblos, razas. Y aunque no es lo ideal, si es la norma.
Contrariando esa lógica, los estados-nación de Europa decidieron desdibujar -hasta cierto punto- sus fronteras internas en el denominado espacio Schengen. Así floreció la economía de bienes y servicios, los intercambios culturales. Esto último fortaleció la identidad europea de los ciudadanos.
Un oasis de privilegios es el continente europeo comparado con sus vecinos: África siempre saqueada, empobrecida y marcada por la desigualdad y la falta de oportunidades. Los Balcanes, aún en los últimos hervores de sus guerras secesionistas.
Un continente que florece y que se vuelve víctima de su riqueza. Ahora está prohibido rescatar humanos que flotan en el Mediterráneo por parte de embarcaciones humanitarias. Dicen los europeos que es para desincentivar el tráfico humano. Pero me parece más una derrota humana. Una de esas que valora la vida a partir de la cuna. En unos países depende del dinero (y se llama clasismo), en otros del origen étnico (y se llama xenofobia o racismo).
Hay una deuda moral, económica y social con esos migrantes que arriesgan su vida por huir de guerras con armas que ellos no se inventaron, para apropiarse de recursos minerales de los que ellos no se benefician. Hay una deuda con los ahogados del Mediterráneo porque “no son nuestros”. Los capitanes de los barcos humanitarios son castigados, perseguidos y sus embarcaciones embargadas. Gente que sigue sus convicciones y que los mueve un altruismo en tiempos de egoísmo.
Los voluntarios de estas expediciones, los capitanes de las embarcaciones y las ONG que trabajan por impedir las muertes por ahogamiento en el mar de otros seres humanos deberían estar recibiendo apoyo y no ahogándose en problemas jurídicos.
Breve recuerdo: realidad intacta
Recuerdo que cuando iba a graduarme de la universidad mi profesor de pregrado, el que debía revisar mi informe de práctica, me recomendó que evitara meterme en las discusiones y los estudios de género. “Eso es una perdera de tiempo. La que quiere, puede, Juliana”. “Seguro que la que quiere puede, si la dejan”, le refuté yo en esa época.
Cinco años de carrera universitaria se terminarían entre las dudas de empezar una vida en el mundo de las comunicaciones o inclinarme por la sociología política.
Pero el tema de las mujeres lo llevo arrastrando conmigo desde esa época. Muchos años después me viene a la mente como un flash ese breve diálogo entre mi profesor y yo. Y muy a mi pesar constato una y otra vez que él sigue sin tener la razón. Qué es más fácil que a una mujer le claven una escoba y un delantal y que la amenacen física y psicológicamente.
Año 2018 y la violencia machista le cobra hasta la risa a mujeres guerreras de mi entorno. Año 2018 y un juez acusado de abusos sexuales obtiene un alto cargo vitalicio en Estados Unidos, país dirigido por un hombre con una estela de escándalos. Estertores de 2018 y en Brasil un misógino (entre otras perlas) se prepara para dirigir los destinos del país.
¿Moraleja? En política, pero tampoco en la vida cotidiana, la violencia contra las mujeres pasa la cuenta de cobro. Y honestamente el cobro celestial se me antoja demasiado lejano.
Querido profesor, ¿piensa usted aún que hay que darle la espalda a los temas de mujeres?