Rubiel Pinillo le devuelve a la vida todas las cosas que le ha dado: el legado musical de sus mayores, el olor a vacas y pasto fresco de la finca donde nació.
Canciones de cuna
Desde muy niño el hombre aprendió que el viento y el río podían ser padres severos o indulgentes. Todo dependía de lo que aconteciera montaña arriba. Muy arriba, donde se cosechan papas y florecen los frailejones. A veces, el viento soplaba desde la Laguna del Otún como una cuchilla que laceraba las espaldas y dejaba su marca de fuego en el rostro de los campesinos. Para no quedarse atrás, había días en que el río bramaba con la furia de una bestia herida y arremetía contra las orillas dejando a su paso una carga de piedras, leños y animales muertos.
Pero también había momentos de aguas mansas y cristalinas. Del viento susurrando en los oídos una suave melodía.
El hombre guarda esos recuerdos tatuados en alguna parte de su ser y siempre vuelve a ellos cuando necesita reconciliarse con alguna parte esencial de sí mismo.
Por ejemplo, cuando toma la guitarra y se sienta a componer una canción. Una que hable de atardeceres color malva, de la inefable melancolía de las tardes de domingo o de la piel dorada de una muchacha acariciada sobre una piedra ante la mirada cómplice de un pájaro barranquero.
De esas cosas están hechas las canciones. En el corregimiento de La Florida, Pereira, o en el más remoto rincón del mundo. El hombre lo sabe y por eso, a sus cincuenta y siete años, sabe que ya no va a moverse de estas tierras. Que viajen sus canciones: es su única certeza.
El hombre se mira las manos y no para de sorprenderse: con todos los oficios que ha desempeñado con ellas y nunca ha sufrido una lesión grave que le impida tocar la guitarra, esa vieja compañera de viaje heredada de sus mayores.
He sido leñador, ganadero, amansador de bestias, pintor de brocha gorda, pescador de truchas, vigilante y unos cuantos oficios más. Sin embargo, nunca he sufrido accidentes delicados. Cuando me miro las manos pienso que es un milagro del cielo que tenga mis diez dedos completos para pulsar las cuerdas de mi guitarra. Aunque, a decir, verdad, creo que la tocaría aunque fuera con un solo dedo.
El hombre se llama Rubiel Pinillo y es uno de los más reconocidos intérpretes y compositores de música parrandera campesina en las zonas rurales que circundan a Pereira. En estos tiempos de glorias globalizadas Rubiel dice que con eso le sobra y basta.
La ciudad no me interesa para nada. En la ciudad le sacan a uno los ojos sin que se dé cuenta y lo dejan mirando las puras tinieblas. Yo respeto mucho los gustos y las opiniones ajenas, pero en mi caso, con lo que tengo me sobra y basta. Si me siento triste o abatido me voy a la montaña. Allí, entre el canto de los pájaros, el sonido del agua y el rumor del viento, encuentro toda la serenidad que necesito para vivir y para seguir haciendo música.
De esas incursiones en el bosque han salido canciones de este tinte:
Cuando uno está pequeñito
Todas lo quieren cargar
No saben qué hacer con uno
Lo quieren amamantar.
Cuando está más grandecito
Lo enseñan a encaramar
Le enseñan algo tan bueno
Que lo ponen a volar.
Con joyas de la picaresca como esta, Rubiel Pinillo alegra los festivales y las fiestas comunales al frente de un grupo de muchachos a los que triplica en edad, pero con los que comparte un territorio fuera del tiempo en el que los sonidos del tiple, de la guitarra, de la percusión y de las voces se hacen uno para saltar las brechas generacionales.
La música de adentro
Los primeros contactos con la música los tuvo Rubiel muchos años antes de nacer. En realidad ya anidaban en el corazón y las manos del abuelo, uno de esos hombres recios que durante el día descuajaban montañas y al caer la tarde, al calor de un chocolate humeante o de un aguardiente cerrero destilado en casa, amansaban las nostalgias de los suyos con tonadas que apuntaban directo al rincón del alma donde hacen nido las dichas y las desventuras de los mortales.
Cuentan que el viejo Pinillo era un maestro para sacarle el alma a las cuerdas. De él heredó mi papá José la gracia para tocar la guitarra como si fuera la cosa más fácil del mundo. Suena algo tonto, pero a los que se les dificulta la interpretación de un instrumento es porque no nacieron para esto. Mire, le voy a contar esto: de niño me quedaba horas enteras escuchando a mi papá ensayar con sus hermanos, que eran todos músicos. Un día, cuando me sentí listo, mejor dicho, cuando estaba lleno de música por dentro, tomé la guitarra y los sonidos empezaron a salir: se habían quedado grabados en mis oídos.
Muchas personas fracasan porque piensan que el aprendizaje de un instrumento es una cosa mecánica. Que ponga este dedo aquí y este otro por allá. Pueden pasarse la vida entera y no avanzarán un solo paso si no hay una fuente en su interior. Por eso, desde la primera vez que agarré la guitarra no he parado de componer y tocar. De tocar y componer. Tengo dos cuadernos grandes llenos de composiciones inspiradas en todo lo que veo: en el dolor propio y en el ajeno. En las aventuras de la gente.
En todas esas cosas que hacemos los humanos para llenar la vida. Yo no creo en la inspiración. Pienso que si el compositor no observa todo el tiempo lo que pasa a su alrededor nunca va encontrar la fuente. A lo sumo se puede pasar la vida repitiendo como un loro todo lo que hacen los otros.
Los hermanos Pinillo eran un trío conformado por José, padre de Rubiel, Heliodoro, el papá de la cantante Dora Libia y Florentino. Con una buena conjugación de voces y cuerdas interpretaban el repertorio de Los Trovadores de Cuyo, Lucho Bowen, Garzón y Collazos y todos esos grandes que supieron darle al cancionero popular el tono de la poesía. Los vecinos de La Florida, La Suiza y El Cedral todavía recuerdan las veladas amenizadas con aguardiente anisado y con las versiones que el trío hacía de Espumas, Hurí, Soberbía, La Ruana y una decena de tonadas más.
Por eso, salvo las canciones de Darío Gómez, a quien admiro y considero un buen compositor, no me gusta para nada el género del despecho y mucho menos todas esas vulgaridades cantadas que se estilan ahora. Una cosa es la picardía y el humor propios de la música campesina y otra muy distinta el mal gusto que usted encuentra en un montón de esos cantantes famosos.
Y no hay asomo de vulgaridad en las canciones de Rubiel. Ni en las de ahora, ni en las que grabó hace treinta y cinco años y que aún conserva en un puñado de casetes que resisten los embates de las sofisticadas tecnologías digitales. Esa obstinación en la limpieza de las imágenes le ha valido invitaciones a componer canciones relacionadas con la conservación ambiental, apoyadas en letras elementales y por eso mismo contundentes. Va una a modo de muestra:
Si no existiera el agua
Nada habría vivo:
Todo fuera muerte
***
Qué bello es sentir
El abrazo divino de un baño en el río.
Con monedas de esta índole Rubiel Pinillo le devuelve a la vida todas las cosas que le ha dado : el legado musical de sus mayores, el olor a vacas y pasto fresco de la finca donde nació por los lados de El Manzano, la vocación de maestro que le permitió enseñarles música a sus hermanas. Aparte de eso le regaló muchas mujeres, dos esposas y un hijo de veintisiete años que no sintió el llamado de la música y prefirió dedicarse a otros menesteres. Razones suficientes para permanecer plantado como un árbol en mitad de esta tierra feraz que hoy se ve amenazada por hordas de turistas provenientes de otros lugares del país y del exterior.
Yo soy de aquí, hago mi vida aquí, por qué me van a mandar por allá, sentencia el hombre a modo de declaración de principios. Y allí va, con su sombrero y sus botas vaqueras blancas confeccionadas por zapateros de Ibagué. Igual que los acordes de su música, el atuendo puede ser el de un llanero enlazador de reses, de un gaucho montaraz de las fronteras entre Brasil y Uruguay o de un domador de caballos en las praderas de Texas. Detrás de sus facciones rudas y su poblado bigote de macho silvestre esconde una ternura que se desborda cuando empieza a buscar las hondas raíces de esta pasión que lo mantiene vivo.
Este rincón de tierra en apariencia tan pequeño, me lo ha dado todo: el aire, el amor, los amigos, el viento, el bosque, mis padres, el río y, por sobre todas las cosas, el don de la música. Para sobrevivir me ha tocado desempeñar toda clase de trabajos malucos. Pero por difícil que esté la cosa, pienso en la música, imagino la letra de una canción, la dejo sonar en mi mente y me olvido de todo lo demás. Así de simples son las cosas.
Maestría en puentes
A quien crece al lado de un río no le queda otra salida que aprender a tender puentes. Y no solo son los de madera o metal que llevan de una orilla a otra: también los que conectan a los seres humanos, por separados que se encuentren en el tiempo y el espacio. Diestro constructor de puentes, Rubiel Pinillo ha consagrado buena parte de su vida a crear lazos, como el que lo llevó a emprender una aventura al lado del cantante lírico Iván Mejía, al frente de Los parranderos de La Florida. Con canciones propias como La flaca, o con versiones de clásicos como El duende alegre recorrieron el vecindario devolviéndole el sabor rural a unos territorios cada vez más influenciados por los ritmos impuestos desde las estaciones radiales.
Por eso decidí aproximarme a un grupo de jovencitos, estudiantes de bachillerato y entrenados en la chirimía creada por una profesora de música del colegio. Ellos son Sebastián, Carlos Andrés y Manuel, que me acompañan con las cuerdas, los vientos y la percusión. A pesar de la diferencia de edad- yo podría ser hasta el abuelo de ellos- y de que tienen sus propios gustos en materia de ritmos modernos, la música ha sido el puente entre nosotros.
Por eso, con unos cuantos entrenamientos ya estábamos sintonizados y tocando en distintas discotecas y estaderos, así como en festivales de veredas y pueblos vecinos. Esos muchachos tienen la gran ventaja de estar siempre abiertos a nuevas propuestas, gracias a unos oídos bastante finos, que les permiten coger el ritmo y encontrar la escala con mucha facilidad.
Quizá por esas mismas razones, Rubiel Pinillo consiguió hacer tan buenas migas con los músicos de la Banda Sinfónica de Pereira, una agrupación que ha obtenido distintos reconocimientos a nivel nacional. Sus montajes incluyen géneros como el rock, el jazz y la salsa, pasando desde luego por las músicas vernáculas que van del bambuco al pasillo, para pasar después sin contratiempos a lo más refinado de la tradición universal.
Con ellos fue amor a primera vista. Cuando me dijeron: Rubiel, queremos tocar con usted en un teatro, no me la creí. Yo soy un modesto músico de vereda y ellos unos profesionales formados en conservatorio. Sin embargo, una vez pasada la sorpresa empezamos a tocar. Imagínense: yo con mis letras y mis acordes y tremenda orquesta al fondo. Nadie puede imaginarse lo que sentí cuando vi el teatro Lucy Tejada lleno y menos cuando la gente se puso de pie y aplaudió durante un minuto que se me hizo una eternidad, de la emoción tan grande que sentí. Esa es una de las cosas bellas que me han pasado en la vida.
Los días más felices de Elliot y Rubiel
Más allá de etiquetas y clasificaciones impuestas por la industria discográfica, las músicas del mundo entero nacen en un lugar común: el corazón y la memoria de todos los seres humanos. Luego fluyen a lo largo de una corriente subterránea hasta que alcanzan la superficie y se muestran con distintos ritmos y colores. Por eso, así se vistan de etiqueta o se enfunden los trajes más rústicos, en el fondo todas acaban por tener algo en común. Esa fuerza es la que permite los encuentros y las fusiones, en una permanente renovación capaz de inspirar conjugaciones imposibles.
Más o menos eso le sucedió a Rubiel Pinillo y Carlos Elliot Jr, el músico colombiano de blues que recorre el mundo con ese ritmo suyo tan particular al que, por sobradas razones, decidió denominar El blues de la montaña. Al fin y al cabo, ese ritmo surgido en las montañas donde nacen los grandes ríos de los Estados Unidos, es tributario de las músicas campesinas de la remota África, de India, de Brasil, de los altiplanos de Colombia o de la Pampa Argentina. Las une el desarraigo, la nostalgia, el dolor de lo irrecuperable y la imposibilidad de la redención.
La de Rubiel y la de Carlos Elliot son, pues, músicas campesinas, así se canten en distintos idiomas. Por eso, cuando se vieron por primera vez a la salida de la iglesia catedral de Pereira, donde se entregó en 2013 una condecoración a ciento cincuenta artistas destacados con motivo del sesquicentenario de la ciudad, la empatía fluyó entre ambos. Lo de menos era la pinta tan parecida: botas y sombreros vaqueros, montaraces bigotes de machos rudos, bluyines de minero.
En realidad esos milagros no tienen explicación: tal vez se miraron las manos y adivinaron en ellas un don especial para conectarse con la corriente secreta de la vida. No por casualidad Rubiel compone animado por el rumor de las aguas del río Otún y Carlos Elliot grabó un álbum titulado Del Otún al Mississippi.
Después de ese evento lo vi caminando por La Florida. Empecé a verlo tomando cerveza en bares y cafés, hasta que un día vencí la timidez y me le arrimé. Usted y yo estuvimos en el evento de los ciento cincuenta años de Pereira, le dije. Al poco tiempo me regaló uno de sus discos. La verdad es que, si bien las canciones están interpretadas en inglés, siento algo muy bonito en ellas. No sé, es algo que me llega y por eso digo que un día me gustaría tocar algo con Carlos Elliot.
Las cintas de la vida
Desde hace cuatro décadas, Rubiel guarda en su casa un puñado de Casetes, esas viejas cintas que a las nuevas generaciones se les antojan reliquias prehistóricas. En ellas conserva las canciones que ha compuesto desde que tomó la guitarra por primera vez. Son el complemento de los cuadernos en los que escribe sus versos. Son el resumen de una aventura tejida con las voces del viento, los sonidos del bosque y el rumor del río. Son la esencia de una música con la que espera dormirse para siempre acunado por uno de esos recuerdos de infancia que constituyen la esencia de la vida de un hombre. De todos los hombres.