Los señores de la guerra son, en gran medida, terratenientes. Y quienes han impulsado el proceso de paz con las FARC proceden de la élite del poder económico y político.
No obstante, haber cesado este conflicto armado constituye el fin de una larga y oscura noche.
El pasado 27 de junio, las FARC entregaron sus armas y dejaron de existir, oficialmente, como grupo insurgente.
Este proceso de paz tiene seguidores acérrimos y detractores a ultranza, lo que constituye el reflejo de un país polarizado al extremo, en el que hasta lo bueno parece malo, y viceversa.
Hemos perdido el sentido de las cosas. Estamos enfermos de violencia y de dolor.
Es verdad que ha sido mucho el sufrimiento causado por los más de cincuenta años de guerra.
Pero, paradójicamente, quienes más se duelen de él son en ocasiones quienes menos lo han padecido.
Foto tomada de El Planeta
También es cierto que todos en este país, de una u otra manera, hemos sido víctimas del conflicto.
Que, a propósito, tiene en su trasfondo un mal mayor: la corrupción de las instituciones del Estado y, en general, la degradación moral de las prácticas de la sociedad a todo nivel.
Sin embargo, no se entiende cómo puede haber una oposición tan virulenta a algo que, salvadas todas las reservas (respetables y algunas muy razonables), constituye el fin de una larga y oscura noche, y nos proyecta como nación a la posibilidad de convivir de manera civilizada y productiva.
Es de esperarse que, con el desmonte de la guerrilla de mayor trayectoria y representatividad, nuestro país se abra a dos horizontes contradictorios.
Por un lado, un recrudecimiento de la violencia de los grupos ilegales que aún subsisten y entrarán (o han entrado ya) en pugna por los espacios de poder que ostentaban los hoy desmovilizados.
Y, la consolidación del estado social de derecho en una nación que se purifica de sus rezagos semi feudales e intenta, tímidamente, ingresar a un capitalismo productivo y en plenitud de sus posibilidades.
Foto tomada de Vanguardia Liberal
Los señores de la guerra también son, en gran medida, terratenientes. Y, desde esa posición expresan sus opiniones, asentados en un sistema atrasado e inequitativo.
Por otro lado, quienes han impulsado el proceso proceden de la élite del poder económico y político, de prácticas aristocráticas más que democráticas, y tampoco tienen una agenda progresista ni redistributiva. En ese sentido no hay que llamarnos a ningún engaño.
No obstante, a pesar de las dificultades que entraña vivir en un país sometido a hegemonías y prácticas coloniales, no deja de ser una buena noticia y de constituir una esperanza el hecho de haber cesado el conflicto armado más hondo y prolongado.
Este era, sin ninguna duda, el de mayores repercusiones en vidas y perjuicios, y uno de los más emblemáticos de entre los que permanecen vigentes en el mundo.
Foto toma de Revista Semana
Considero que hay razones para sentir algo de alegría y un moderado optimismo. No por el gobierno, no por las FARC, menos por los testarudos vendedores del miedo como único horizonte posible.
La esperanza de nuestro país está sembrada en los colombianos que decidieron, a pesar de tanto desacuerdo, dejar de lado sus intereses y opiniones particulares, y apoyar un proceso que, aunque incierto, procura abandonar la muerte como relato nacional, para abrazar la vida como guía de nuestros propósitos colectivos.