A finales de la primera década del siglo XXI se publicó la primera ordenanza municipal para prohibir el uso en locales públicos de letreros que consignasen frases discriminatorias
En la Lima de los años 90 era común que ciertas discotecas ubicadas en sectores residenciales de la ciudad colocaran en su entrada un cartel con la frase: “Se reserva el derecho de admisión”.
Se trataba de una sentencia a todas luces perniciosa, en tanto reflejaba la intención de los dueños y administradores de dichos locales de restringir el ingreso de aquellas personas que carecieran de “buena presencia”, un requisito que en el Perú se encuentra definido por la posesión de aquellos atributos físicos que son idealizados: la piel, el cabello y los ojos claros, una estatura superior a la promedio, una complexión delgada en el caso de las mujeres y corpulenta en el caso de los varones.
Cabe aclarar que si bien el cabello y los ojos oscuros pueden filtrarse al interior de esta difusa categoría, tal salvedad exige que dicha fisonomía se adecúe por lo menos a alguno de los estándares de porte y contextura deseados, y sobre todo que se encuentre libre de notorios rasgos indígenas o afrodescendientes.
A comienzos del siglo XXI era ya habitual que el ingreso a la discoteca estuviera además sujeto a la posesión de un carné expedido por el establecimiento, por lo cual muchos jóvenes no dudaban en acercarse al local en horarios de oficina y realizar el trámite. Este consistía en diligenciar un formulario con los siguientes datos: nombre, dirección, teléfono, centro de estudios, lugar de trabajo, clubes de los que se era socio, tarjetas de crédito que se poseía, marca y año del vehículo propio, entre otros.
Colocar una foto en la parte superior derecha del formulario era, por supuesto, imperativo –y ahora que lo escribo, un asunto totalmente ridículo–. Semanas después, el carné llegaría –o no– a la casa del solicitante. Se creería entonces que de obtener tan anhelado documento, la diversión del fin de semana, ¡y en el lugar de moda!, estaba asegurada.
No obstante, su posesión tampoco garantizaba el ingreso: la persona aún estaba sujeta a la evaluación in situ del fornido vigilante ubicado en la entrada de la discoteca, quien impávidamente profería a diestra y siniestra excusas poco creíbles como “la fiesta es privada” o “el local está muy lleno”, o al juicio personal de la estilizada señorita situada al final de un largo y oscuro pasaje, quien desde un modesto escritorio contaba con la autoridad de pronunciar otro temido dictamen: “el carné ya ha vencido” –aunque este no registrara fecha de expedición ni mucho menos de vencimiento–, y así obligar a la persona discriminada a emprender el camino de regreso sin haber siquiera pisado la pista de baile.
Evidentemente, los criterios según los cuales los administradores de tales discotecas concedían –o no– la preciada credencial se encontraban supeditados a aquella “buena presencia” mencionada líneas arriba: un requerimiento determinado por aquella fotografía que aún en tiempos anteriores a los filtros de Instagram era posible de ser optimizada con Photoshop, y fortalecido por un estrato socioeconómico acorde o por lo menos aceptable para quienes buscaban en sus potenciales clientes no solo cierto poder adquisitivo sino también cierto estilo de vida, el cual podía deducirse fácilmente a partir del barrio señalado en la dirección así como de los bienes y actividades indicadas en los espacios en blanco.
Los criterios de ingreso que ocurrían en la entrada de la discoteca respondían a razonamientos más macabros.
Es obvio que tanto el vigilante como la señorita eran solo trabajadores que cumplían con las funciones estipuladas en su contrato. Y si bien ninguno de ellos solía ser rubio ni mucho menos de ojos claros, es cierto que cumplían con algunos de los requisitos de la llamada “buena presencia”: el primero era por lo general alto y corpulento; mientras que la segunda, además de alta y delgada, solía presentarse pulcramente vestida, maquillada y con el cabello alisado.
Intuyo que quienes fueran sus jefes no tuvieron que invertir mucho tiempo en adiestrarlos en esa serie de pequeñas operaciones que los limeños aprendemos desde muy pequeños en lo referido al escudriñamiento del otro: una mirada de escasos segundos es suficiente para deducir de qué barrio proviene, a qué estrato pertenece un sujeto; una lectura breve de su fisonomía basta para determinar si dicho sujeto es un cholo y acto seguido, convertirlo en objeto de desprecio.
A finales de la primera década del siglo XXI se publicó la primera ordenanza municipal para prohibir el uso en locales públicos de letreros que consignasen frases discriminatorias basadas en el aspecto físico. Esta medida fue replicada en algunos sectores de la capital –mas no en todos– y en otras ciudades del país –nuevamente, no en todas–. Por aquellos años empezaron también a registrarse las primeras denuncias por parte de los afectados, quienes declaraban que se les había negado el ingreso aduciendo que el número de personas desbordaba la capacidad del espacio o que se trataba de un evento privado, cuando ninguno de esos pretextos era verdad. Algunas discotecas fueron multadas e incluso obligadas a cerrar sus puertas por un tiempo.
Hoy en día los carteles que defendían el derecho a reservarse la admisión de ciertos sujetos han desaparecido de la entrada de las discotecas. Sin embargo, las distancias sociales erigidas con base en la apariencia física de los seres humanos se han trasladado a otros escenarios, y la abierta condena a aquellos rasgos físicos que revelan un ancestro afro o indígena germinan en otras interacciones.
Ojalá en un futuro no muy lejano, aquellos prejuicios muchas veces intangibles aunque materializados en nuestro comportamiento cotidiano –y no solo en nuestras relaciones cara a cara, sino también en el espacio virtual de las redes sociales– se conviertan en prácticas en desuso, y podamos reflexionar en torno a ellos como una conducta que forma parte del pasado.