Parece el título de un cómic futurista al estilo de Los supersónicos pero es algo más serio. En medio de la avalancha de términos acuñados desde el advenimiento del Covid-19, los medios de comunicación internacionales empezaron a utilizar cada vez con mayor frecuencia la expresión “ Coronadetectives”, para referirse a los dispositivos tecnológicos diseñados para detectar tanto a posibles portadores del virus como a eventuales focos de contagio.
Hasta ahí todo parece no sólo aceptable sino deseable: la ciencia y la tecnología puestas al servicio del bienestar humano es un anhelo tan antiguo como nuestra presencia en la tierra.
Con esos recursos al alcance de la mano, no sólo el personal médico sino cualquier ciudadano puede detectar la fiebre en el cuerpo de un pasajero del metro o el autobus y reportarlo de inmediato a una línea determinada por las autoridades.
Justo en ese momento el febril viajero se convierte en sospechoso, en un potencial propagador de la peste, esa palabra que nos negamos a utilizar y preferimos disfrazar detrás de una colección completa de eufemismos y de términos técnicos.
Después de todo, somos una cilvilización empeñada en negar la existencia del dolor, la muerte y la disolución definitiva.
Incluso esa práctica sigue siendo tolerable: estamos en una carrera contrarreloj en la que cada minuto ganado al virus puede representar la salvación de muchas vidas.
Todos esos recursos se utilizan sujetándose a normas expedidas sobre la marcha para enfrentar la pandemia, y amparadas en figuras jurídicas como el estado de excepción y la emergencia sanitaria.
Y es aquí donde surgen las dudas. Bajo la aparente legalidad se han puesto en marcha cientos de normas que rondan lo dictatorial, con toda su carga de abusos y excesos.
Aterrorizados por la amenaza del covid-19 y por la avalancha de información que inunda las pantallas y las redes, los ciudadanos no tenemos tiempo de discernir y, por lo tanto, de comprender y dimensionar el impacto de tantas medidas que, una vez superada la primera fase de la emergencia, se convertirán en parte de la rutina.
Unas cuantas de ellas nos esclavizarán aún más.
Una de ellas es la vigilancia del otro, un mecanismo de control utilizado por el poder desde el comienzo de los tiempos, que ha mutado desde el voz a voz y el rumor callejero hasta las más recientes sofisticaciones de la tecnología.
Un ejemplo simple: durante la cuarentena, una señora denunció a su vecino ante la policía por haber cometido un delito atroz: el hombre sacó a pasear su perro dos veces en el mismo día, cuando la norma establecía una sola vez por jornada. Para reforzar su denuncia, aseguró que estuvo todo el día espiando tras los visillos.
“Lo ví con mis propios ojos”, aseveró.
Igual que en la rusia de Stalin, la Alemania de Hitler, la España de Franco o los Estados Unidos del senador McCarthy, concluí. Los libros de historia nos dicen que en esos días la gente se inventaba cargos contras sus vecinos y familiares, con tal de satisfacer sus prejuicios ideológicos, étnicos, de clase o de quedar bien con el poderoso y subir un peldaño en el reconocimiento oficial.
Con esos antecedentes puedo imaginar sin dificultad el uso que se les dará a esos artefactos una vez pasada la fase crítica de la pandemia, si pasa.
Envanlentonados por su papel de salvadores dutante la crisis, goberrnantes y delatores trasladarán sus prácticas a terrenos como la economía y la política. Competidores y opositores podrán ser borrados del escenario con solo dar un clic, tal como se ve en esos juegos digitales practicados hoy por un creciente número de personas.
El jugador gana puntos cada vez que elimina a alguien del mapa.
Una conversación entre dos disidentes o entre dos inversionistas en el avión podrá ser transmitida en directo a los interesados en obtener esa información.
¿Exceso de paranoia? ¿Demasiadas lecturas de novelas sobre la Guerra Fría? Puede ser, pero “incluso los paranoicos tienen enemigos”, según dice mi amigo Rigoberto Gil que afirma un personaje de Ricardo Piglia, uno de sus escritores favoritos.
Por lo demás, tenemos razones de sobra para sentir aprensión: espionaje ordenado desde lo más alto del poder, propaganda negra y noticias falsas multiplicadas a través de las redes sociales pueden desruír vidas en menos de lo que dura un clic.
Con ese panorama, todos somos sospechosos de cualquier cosa cometida o por cometerse. Y eso representa toda una tentación para las agencias del poder y para quienes aspiran a cobijarse bajo su sombra, que cuanto más tenebrosa parece más seductora resulta.
BUENA TARDE Y PROVECHO LIC.GUSTAVO. VIVIMOS EN UN PLANETA COSIFICADOR…LO IMPORTANTE NO ES CAER EN ELLO.E UNA LUCHA ARDUA, CONTINUA…GRACIAS POR TENERME PRESENTE EN TU VIDA…ABRAZO, JAVIER.
Muchas gracias por el siempre renovado diálogo, apreciado Javier.
Un abrazo y hablamos.
Gustavo