“Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre su mente, el individuo es soberano”
John Stuart Mill (1806-1873)
Me parece verlo, “con la melena revuelta, la corbata floja y suelta” sentado entre un corro de marihuaneros consagrados a invocar el espíritu de Pink Floyd en el prado de algún parque.
Él, que fue y sigue siendo el más lúcido y feroz defensor de la libertad del individuo. Una convicción expresada en pensamientos de ésta índole: “La única libertad que merece ese nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o le impidamos esforzarse por conseguirlo”.
Para John Stuart Mill la libertad no es tanto un hecho político convencional como la más grande condición del ser.
En su cosmovisión, sin libertad no hay ser.
Aunque muchos no lo sepan, su filosofía alienta los debates desatados luego de la decisión de la Corte Constitucional sobre el derecho a la dosis personal de droga como factor inalienable de la individualidad.
Lo que Carlos Gaviria Díaz defendiera como “el libre desarrollo de la personalidad”, amparado en conclusiones de Stuart Mill como esta: “La única finalidad por la cual el poder puede ser ejercido sobre un miembro de la sociedad es evitar que perjudique a los demás”.
El pensador inglés hubiera disfrutado lo suyo refutando la cantidad de interpretaciones amañadas de esta idea, que han circulado sin cesar en las distintas marchas de protesta contra la decisión de las cortes y a través de las redes sociales.
“Es un pésimo ejemplo para nuestros niños y un peor mensaje de la sociedad” repetía la vocera de una asociación de padres ante los micrófonos, mientras los periodistas asentían moviendo el mentón una y otra vez.
Queda claro que la señora invocaba principios morales en los que cree o dice creer, empezando por los de la institución familiar.
Hasta ahí su posición es respetable.
El problema reside en que esas nociones nada tienen que ver con los argumentos expuestos por J.S Mill y utilizados por Carlos Gaviria en su célebre sentencia.
Ambos están anclados en dos elementos esenciales a la hora de forjarse una personalidad: la defensa del derecho a opinar y a obrar en consonancia con las propias opiniones. El otro es la convicción de que sin personas autónomas no hay sociedad sino rebaños.
Es por eso que los argumentos esgrimidos por los opositores a la medida de las cortes está surcado por un tufo moral acaso respetable, pero fuera de lugar en la discusión. J.S Mill tenía una respuesta feroz para ellos:
“No quise decir que los conservadores sean estúpidos. Quise decir que la gente estúpida generalmente es conservadora”.
Cuando cité esta última frase Ricardo, un profesor de educación media, estuvo a punto de arrojárseme al cuello.
“Los estúpidos son los que creen eso, como usted. Igual que esos supuestos sabios. Parece que no tuvieran o no hubieran tenido hijos”.
No sé si Stuart Mill o Carlos Gaviria tuvieran hijos. Pero yo si soy padre de una hija a la que he tratado de acompañar en sus decisiones, respetando siempre su criterio. En su momento, le expliqué las características de cada droga y sus relaciones con los momentos vividos por la sociedad: el talante contemplativo de los marihuaneros. La ansiedad y el acelere sin remedio de los cocainómanos y los abismos depresivos de quienes consumen heroína.
Hasta ahora ha conseguido sortear las tentaciones.
Ah… un detalle: se llama Angie, como la canción de amor de The Rolling Stones. No sé si eso me vuelva sospechoso de inmoralidad.
De modo que pasé por alto el insulto del profesor: soy un convencido de que cuanto más en desacuerdo estoy con las opiniones de los otros, más debo respetarlas. Al fin y al cabo resulta muy fácil respetar las opiniones de quienes piensan como uno.
Por eso creo que hay problema de enfoque en estas protestas: no es negándoles el derecho a los consumidores a hacer de su vida lo que les plazca como debe abordarse el asunto. Nadie obliga a los no consumidores a emprender ese riesgoso camino. Si de veras piensan que es una amenaza para sus hijos, muchos padres deben asumir sus responsabilidades, empezando por la de brindarles amor y acompañarlos con una orientación adecuada.
Algo parecido sucede con quienes lanzan anatemas sobre las mujeres que deciden abortar. En la defensa del derecho a tomar decisiones sobre su propio cuerpo, nada ni nadie obliga a practicárselo a una mujer que opta por no hacerlo.
En esa fina frontera está la clave del asunto. Por eso insisto en que una lectura juiciosa de John Stuart Mill podrá darnos muchas entendederas en esta suerte de olla de grillos desatada por la incapacidad de aproximarse a los fundamentos filosóficos de la libertad del individuo.
Para redondear esta espléndida cita tuya, conviene mostrar la diferencia entre estupidez e ignorancia: Stuart Mills agregaba que “se puede argumentar que si la estupidez tiende al conservadurismo, el conocimiento superficial, o ignorancia [sciolism en inglés], tiende al liberalismo. [Pero] sobre los ‘sciolists’ no hay dudas: no se puede contar con ellos, y por eso son menos peligrosos. En la rotunda estupidez, en cambio, existe una fuerza densa, sólida, que [sostiene y explica] la victoria del partido Conservador en la conquista del poder”.
Ja.Las palabras suelen ser premonitorias, mi querido don Lalo. Digo, por lo del apellido Sciolism. Y sí: nada más peligroso que la ignorancia en el poder, porque suele escapar hacia adelante, embistiendo cuanto encuentra a su paso cuando se siente amenazada… que es casi siempre.
Un abrazo y muchas gracias por el diálogo.
Gustavo
PS: Siempre me pregunté si Daniel Scioli, el político argentino que quiso ser presidente, conocía la llamativa afinidad entre su apellido y esa palabreja inglesa, sciolism