Porque detrás de este primer paso consistente en decomisar la dosis mínima se esconde una nueva intentona de penalización.
De entrada, es necesario tener en cuenta que estamos hablando de un país donde, el menos para algunas políticas de gobierno, es más grave traficar con drogas que masacrar y despojar de sus tierras a miles de personas y por eso se extradita a paramilitares y guerrilleros en lugar de juzgarlos y condenarlos por sus crímenes, lo cual ilustra muy bien la catadura moral de un porcentaje bastante alto de sus inquilinos.
Ese mismo país cuyas élites, al menos en buena parte, amasaron sus fortunas con el contrabando, el saqueo de los recursos públicos y la participación soterrada en el tráfico de narcóticos.
Como si fuera poco, un elevado número de alcaldes, gobernadores, congresistas, concejales, diputados y presidentes o aspirantes a serlo han financiados sus campañas con dineros provenientes de esos negocios.
Y aquí es donde surge la paradoja, porque en ese mismo país, o esa “Patria”, como repiten algunos políticos con monomaníaca obstinación, el presidente de la república, a lo mejor aupado por su flamante embajador ante la OEA, un ex procurador general- el mismo al que algunas organizaciones de mujeres acusaron de “ meter el rosario en sus ovarios” en la discusión sobre el aborto- ha emprendido por enésima vez una cruzada para volver a penalizar la dosis personal de drogas, una situación ya juzgada en derecho por la corte en consonancia con esa constitución política de 1991 que sus forjadores definieron como “La brújula para un nuevo país”.
Porque detrás de este primer paso consistente en decomisar la dosis mínima se esconde una nueva intentona de penalización.
¿Qué sucedió entonces? Pues que, para empezar, nunca hubo nuevo país. Todo lo contrario: nuestra historia actual parece una vuelta a los peores momentos de oscuridad.
Hace menos de una década estábamos regidos por un caudillo que alimentaba a punta de encuestas de popularidad su obsesión por el poder, arropado por una cofradía de aduladores que se autoproclamaban filósofos y por una casta corrompida hasta lo más hondo de sus entrañas.
Todo ello soportado en la devoción cuasi religiosa de una masa acrítica que madruga todas las mañanas a extasiarse frente a la pantalla del televisor, que funciona como una auténtica dosis colectiva de estupefacientes donde reinan un animador y un cura que confunden la diversión con la estulticia y la bonhomía con la manipulación de los sentimientos ajenos.
Por eso, lo que gravita sobre la obsesión por prohibir de nuevo la dosis personal no es solo un asunto de moral o de salud pública.
Es algo más sutil y por lo tanto más peligroso, pues apunta en realidad a vulnerar la autonomía del individuo para entregarle a un gobierno la facultad de incidir en sus decisiones más íntimas.
Sucedió cuando el hoy senador y ex presidente les recomendó a los jóvenes guardarse el “gustico” del sexo para el matrimonio.
Aconteció igual cuando se intentó convertir algunos delitos y crímenes de lesa humanidad en pecados, eludiendo con ello las responsabilidades civiles y penales de quienes los cometieron.
El resultado de todo eso es un rebaño incapaz de construir civilidad y democracia, porque estas se forjan a partir del consenso entre sujetos dotados del sentido crítico y la capacidad de reflexión necesarios para tomar decisiones que conjuguen los intereses del individuo y los del colectivo.
Lo contrario es un remedo de sociedad armado con el formato de un dramatizado de televisión, donde una congregación de beatos puede tomar decisiones de Estado y armar un zafarrancho de dimensiones colosales, por algo tan personal e inalienable como fumarse o no un bareto.