La expresión es de Rigoberto Urán, ciclista colombiano, ídolo personal mío. Más adelante volveré a ella.
Elogio de mudos, rudos, ausentes y cansados.
Fragmento del libro Maneras de renunciar: de César David Salazar
(30 de mayo de 2017)
Yo de ciclista no tengo ni el pelo. Soy flojo, abúlico, tengo una inexplicable y tal vez hipocondríaca obstrucción en los bronquios desde que tengo uso de razón, y ni siquiera tengo bicicleta. Sin embargo, me encantan las competencias de ciclismo y, como todo el mundo por estos días, una vez más, adoro a Nairo Quintana, o al menos la imagen que tenemos de él: la del campeón honesto e incansable, dedicado, hecho a pulso, que exaltamos como la justa realización de algo que, con todo, esperábamos desde hace tiempo ─desde Cochise, desde Parra y Herrera, desde Botero─ y que sabíamos que llegaría tarde o temprano; como la culminación de un movimiento amplio ─social, cultural y no sólo deportivo─ en torno a ese aparato de dos ruedas que simboliza tantas cosas (libertad, individualidad, democracia de la movilidad), digno de un país que concentra la mayor parte de su población entre los pliegues de esa horquilla de tres puntas en la que acaba la cordillera de los Andes; un movimiento que en su base tiene, sobre todo, a un montón de jóvenes campesinos yendo y viniendo en bicicleta a través de las montañas, para ir a estudiar, para hacer mandados, para distraerse, para encontrarse, para hacer bribonadas, y hasta para huir; en suma, para combatir el hartazgo.
Visto así, lo de Nairo y otros ciclistas colombianos no nos deja de parecer un premio, y más que eso aún: como un modesto triunfo de nuestra cultura, de lo que, muy a pesar suyo, engendra este país en esas zonas rurales dejadas de la mano de dios, donde el Estado tiene menos presencia que el mercado y donde, por lo mismo, han rondado desde siempre misteriosos especuladores extranjeros, de esos que ya nos acostumbramos a ver en las cabeceras municipales tomando tinto y aguardiente, con ponchos ridículos, con sombreros; unos averiguando por minerales, otros por tierras y ganado y algunos, muy pocos en comparación, preguntando por jóvenes deportistas pobres, muchachos con un futuro incierto en el mundo de la construcción, de la agricultura o de la guerra.
En la región Andina colombiana, lo sabemos, abundan los reclutadores del ciclismo europeo como del fútbol en la cuenca del Río de la Plata, y así como en Argentina y Uruguay se ha consolidado ya una economía —sobre todo informal (y a veces hasta ilegal, rayana en la trata de personas)— alrededor de la exportación de futbolistas, así mismo en las montañas de nuestro país va aceitándose cada vez mejor ese engranaje de transacciones que mira todo el tiempo a Europa y que, en lugar de ligas y copas, piensa mejor en clásicas de ciudades belgas, en cronos británicas, en tours mediterráneos, y por supuesto en las tres grandes: La Vuelta, El Giro, El Tour. Y es así, y así va el mundo, y ahora un montón de gente barrigona tiene bicicleta y sale los domingos a las ciclovías con sus mallas del equipo Movistar, del Sky, del Orica, y los jóvenes intelectuales y los hípsters salen también, al lado de la gente barrigona, con sus mallas vintage del equipo Café de Colombia, del Manzana Postobón, y con esas gorritas chéveres a las que se les dobla la visera de para arriba, y todos ellos lucen eso como otros lucen esas camisetas del Barcelona que valen lo mismo que una bicicleta de segunda mano en buen estado.
Los deportes de exhibición tienen eso: lo llenan a uno de dilemas o, en todo caso, lo vuelven a uno el depositario inconsciente o como la encarnación involuntaria de un puñado de contradicciones éticas que nunca terminan de formularse del todo bien porque, expresándolas, es muy poco probable que uno mismo salga bien librado de ellas, totalmente exento de culpa; uno como simple espectador, quiero decir, como discreto admirador de las gestas increíbles que pasan por las pantallas y ante las cuales es tan difícil ser más o menos objetivo. Yo, por lo menos, no podría ser ecuánime cuando se trata de los Juegos Olímpicos o del Mundial de Fútbol, y confieso que más de una vez he faltado a un compromiso o abandonado mis tareas a cambio del placer modesto de ver algún partido de la Champions, una etapa reina del Giro o un cotejo de Federer en un Grand Slam. (“Más de una vez”, digo, cuando en el fondo sé que son muchas veces, muchas más de las que quisiera reconocer).
Y cómo no, si en esos niveles de competencia, en esos certámenes prestigiosos, realmente vemos una depuración altísima de la técnica y de la exigencia competitiva de cada disciplina, el mejor ejemplo de meritocracia del que podemos disponer hoy en día; y el hecho de que, en muchos deportes, la mayoría de quienes lo practican sean jóvenes desesperados, sin futuro, que justifican su esfuerzo desmedido bajo la probabilidad remota de un premio económico que los sacará de la pobreza y que, tal vez, no llegará nunca, hace que todo sea aún más admirable; más admirable, sí, pero también más complejo, al menos para quienes intentamos apreciar estas gestas. Porque, bien vista, la idea misma del mérito es desoladora, pues ya se sabe que la gloria del campeón humilde y esforzado, que tanto admiramos, se erige por encima del fracaso y la frustración de cientos o miles de muchachos igual de pobres que no llegaron o no se acercaron siquiera nunca a esa meta.
La pretendida meritocracia del deporte se mueve bajo la misma lógica de la excepción que impone el mercado a todo lo demás en esta vida, y esa lógica es cruel, y no hay otro adjetivo para describirla, y lo es más aún porque la olvidamos permanentemente. Baste aquí, para comprobarlo, un ejemplo desastroso que nos ofrece el propio ciclismo, y que en realidad era de lo que quería hablar en un principio: el caso reciente de Diego Andrés Suta.
Suta era un joven ciclista colombiano que, no hace mucho, el año pasado, apareció en todos los periódicos y noticieros del país. Era, sí, porque ahora está muerto; y como esto no es una crónica ni un reportaje, no tenemos la obligación de desplegar aquí ninguna sensiblería boba frente al deceso absurdo de aquel muchacho, víctima mortal involuntaria de un montón de circunstancias lamentables que rodean al ciclismo nacional (el estado precario de las vías, la total despreocupación por la seguridad de los ciclistas) pero, sobre todo, víctima de su propio afán… O tal vez no; tal vez todo lo que pasó con Suta no se trató más que de una serie de percances, malas decisiones y peripecias baratas que le llevaron al final a ese desenlace lamentable; tal vez, puede ser, pero la anécdota de su muerte se me aparece a mí ahora como un cuadro conmovedor, como un ejemplo plástico e indeciblemente cruel de la lógica perversa que le es inherente al mundo del deporte y, en general, al de la competencia ligada al éxito, que abarca casi todo en este mundo.
Un paréntesis: aquí podríamos, por supuesto, buscarnos un ejemplo más neutral en lugar de ultrajar la memoria de un pobre muchacho siniestrado. Podríamos, digamos, traer a colación el caso de Antonio Pisapia, uno de los protagonistas (el otro protagonista se llama igual) de El hombre de más, esa película maravillosa de Paolo Sorrentino cuya historia va algo así: A principios de la década de 1980, un modesto defensa de un equipo muy menor del Calcio italiano se rehúsa a aceptar un soborno para dejarse ganar un partido y, en consecuencia, es lesionado a propósito por uno de sus compañeros (éste sí, corrupto) en un entrenamiento; la lesión es severa y Antonio se ve forzado a adelantar su retiro de las canchas, luego de lo cual intenta levantarse de la depresión y perseguir su sueño de convertirse en entrenador para implementar, por fin, su “innovador” planteamiento táctico, basado en la utilización de un hombre de más en la línea de ataque del mediocampo prescindiendo de un defensor, con el cual esperaba revolucionar el anticuado paradigma italianísimo del catenaccio táctico y ultradefensivo. Antonio, por supuesto, fracasa estruendosamente como director técnico, y lo único que consigue dirigir antes de suicidarse es un equipito triste de fútbol-ocho que compite en un irrisorio torneo barrial.
Podríamos, pues, evocar un ejemplo así, bello e inofensivo, y dejar con ello sentada o refrendada la idea de que la competencia (deportiva, literaria, comercial, académica, o lo que sea) aparejada al triunfo de unos pocos sobre otros muchos tiene que ser, sin duda, un invento del Mal. Y bastaría con ello; y aún más: sobraría, porque Sorrentino basta y sobra para casi cualquier cosa en esta vida. Pero esto que escribo no lo escribo para desarrollar un argumento ni para convencer a nadie, ni mucho menos para recrear el intelecto o, peor aún, para hacer pedagogía.
Un ensayo de cualquier extensión se escribe, ante todo, creo yo, para confrontarse uno mismo éticamente, para situarse a propósito y sin ambages en el terreno de la ambigüedad moral, para revolcarse en ese pantano privado en el que se diluyen los principios y uno se ve a sí mismo como lo que es realmente cualquier ser humano: un manojo de contrasentidos, alguien que deambula a tientas entre lo que cree y lo que hace; para zambullirse ahí, digo, y no buscar sacar en claro nada más que el hecho consabido de que la realidad es contradictoria y despiadada, y que exige de uno que también lo sea un poco con ella.
Por ello me niego a contener mi impulso de hablar de aquello que, precisamente, fue lo que me movió a escribir esto en primer lugar: el accidente absurdo y ridículo de ese muchacho inocente, buena gente (al parecer) pero mediocre y desesperado, que ante mis ojos condensa plásticamente —tal vez de una manera del todo injusta e infundada— en una sola anécdota la idea de que el afán, el esfuerzo, la dedicación y el sentido de la competencia son al mismo tiempo admirables y detestables, y que, en vista de que también pueden llegar a ser fatales, más valdría evitarlos a toda costa, siempre. Fin del paréntesis.
La historia de la muerte de Diego Andrés Suta es corta, y no vale la pena adornarla mucho. Tampoco importa preguntarnos demasiado acerca de quién era, dónde nació, cómo fue su infancia; una vez más: esto no es una crónica ni una semblanza. Basta con decir que era un joven obrero de 22 años proveniente de Nemocón, ciclista amateur del equipo Ciclo Asses; cuando murió ocupaba los últimos lugares de la clasificación general en la Vuelta de la Juventud 2016, donde, por supuesto, abundaban los ojeadores nacionales y extranjeros, y donde, según dicen, Suta se jugaba su posible participación en el Clásico RCN.
Le decían “El Pibe” porque tenía una melena larga, despeinada y desteñida, y en la última etapa que corrió en su vida, yendo de Pasto a El Bordo (Cauca), era el último ciclista que el público veía pasar frente a sus ojos, contando con que exista un público para este tipo de eventos y que este público improbable todavía se quedara un rato largo, después de que los primeros corredores hicieran su aparición, para ver el paso del pelotón completo, y más aún: para esperar a los que se quedan detrás, rezagados por completo; si había un público así, o al menos un par de espectadores desocupados, de seguro vieron la melena de Suta agitarse tristemente: le vieron pedalear desesperado, varios segundos o minutos por detrás del resto de sus competidores, y alguno, tal vez, vio el momento exacto en el que, durante el descenso del Alto de Daza, seguramente afanado por alcanzar al pelotón, Suta se descolgó con furia y sin cuidado y fue a estrellarse fatalmente contra la baranda de una curva cerrada.
Ahora bien: se habrá tratado de un accidente, pero es imposible dejar de pensar en la angustia de ese muchacho, en su miedo al fracaso, en su tristeza. Algo aterradoramente humano resuena en esa historia extravagante y hace que tomen forma vaga unas preguntas que, en últimas, creo que son imposibles de responder: ¿Para qué? ¿Es justo? ¿Vale la pena?… Yo, por mi parte, estaría encantado de ser el primero en contestar a todas ellas con un no rotundo; pero es claro que no es tan fácil, y que allí reside el misterio de por qué una anécdota así conmueve casi a cualquiera, pues muy pocos seres humanos son ajenos al miedo a que, un buen día, se descorra de sus ojos un velo y se les muestre, desnuda y burlona, la futilidad de todas sus empresas.
Al leer los reportajes sobre Suta, recordé inmediatamente la frase reciente que había pronunciado Rigoberto Urán, ídolo mío y, al parecer, también de Suta —y por eso lo recordé—, eterno subcampeón, gamín de primera. Al terminar el Giro de Italia ese mismo año, días o meses antes de lo de Suta, a Rigoberto le preguntaron en una entrevista qué le había dejado esa carrera, una carrera tan importante; su respuesta fue tan bella como grosera, y para mí fue reveladora: «Un cansancio el hijueputa», dijo, y se rio, con esa risa infantil y transparente, y después se fue, y cuando yo escuché eso pensé que no cualquier deportista podría decir algo así, que había una sabiduría enorme escondida detrás de ese madrazo, y que hacían falta una cierta tranquilidad de espíritu y una inquebrantable voluntad de fracaso para articular aquella respuesta ─y eso que Urán es un competidor de alto nivel, y en absoluto un fracasado: es más bien que, después de todo lo que ha tenido que pasar, entiende que lo normal es perder─.
Considerada más allá de su coloquialismo, la respuesta de Rigo hace eco de una ética que, sin duda, se ha puesto en palabras más claras y profundas en diversas obras conspicuas desde los estoicos hasta nuestros días, y que podría ejemplificarse trayendo a colación el maravilloso Ensayo sobre el cansancio de Peter Handke, donde nos habla de polaridades opuestas: dice que hay cansancios buenos y cansancios malos; los últimos están emparentados con la abulia, el abatimiento y la inacción, mientras que los cansancios buenos constituyen un movimiento vital, que se afirma en el hartazgo y lo exacerba a través de la acción y el intercambio con el entorno mediante del agotamiento físico y mental.
«El cansancio abre», dice Handke, «le hace a uno poroso, crea una permeabilidad para la epopeya de todos los seres vivos». Pero, claro: esto es profundo porque lo dice Handke, y no un ciclista descachalandrado; yo, por mi parte, prefiero seguir enarbolando en ocasiones el apotegma de Rigo.
En fin: en ese momento pensé también que, con todo lo humilde y admirable que es, alguien como Nairo no daría jamás una respuesta así, severo como es consigo mismo; y finalmente divagué con extravagancia e imaginé que, eventualmente, las predilecciones ciclísticas y los afectos nostálgicos de los colombianos, tan dados a los bipartidismos, se irían a dividir entre el bando de Nairo y el bando de Rigo: los primeros serán los exitistas, los incansables, los que ponen la exigencia y el esfuerzo por encima de cualquier paz, de cualquier mueca burlona, los que se aferran a la promesa de un triunfo imposible, supuestamente merecido; los segundos, entre los que yo quisiera contarme (aunque a veces me cueste tanto), seremos aquellos que desvirtúan un poco el pretendido valor absoluto de las victorias, los que se cansan y lo dicen sin pudor, y actúan en conformidad con su cansancio, los que se ríen de sus fracasos en el mismo momento en que fracasan (porque reírse de eso después no es más que un consejo barato de libro de autoayuda), los que no tienen afán porque comprenden, en últimas, que siempre es demasiado tarde para cualquier cosa, así que qué más da…
Es raro, e irónico en un sentido muy cruel: Suta idolatraba a Rigo y llevaba encantado el mismo apodo que Carlos Valderrama, el gran jugador de fútbol (sin duda, el más exquisito que ha dado este país) y eterno perdedor que aún sobrevive y paga sus facturas repitiendo como un mantra ese “todo bien, todo bien” que no es más que un monumento costeño a la resignación (no olvidemos que El Pibe es de la escuela de Maturana, la del “perder es ganar un poco” que, a veces, habría que tomarse mucho más en serio).
Pero a Suta le ganó el afán, y la mala suerte, y la vida no le dio tiempo de exprimir con calma la sabiduría discreta de sus ídolos, a los que yo también les enciendo velas y profeso admiración.