La consigna era que las madres no cocinaran en su día y había que agasajarlas de mil maneras.
Como cada 27 de mayo, celebramos oficialmente el Día de la Madre en Bolivia, institucionalizado en honor a las Heroínas de la Coronilla, un grupo de mujeres que en 1812 ofrendaron sus vidas en la colina de San Sebastián (aquí cerca, a cuatro kilómetros de mis aposentos) enfrentándose al ejército español comandado por el feroz Goyeneche. Así rezan las crónicas e historias al respecto.
Actualmente la avenida más céntrica de la ciudad posee el nombre de Heroínas, vital y de pleno significado para todo cochabambino, pues al este conduce hasta los pies del Cristo de la Concordia y por el oeste lleva hacia el santuario de la Virgen de Urkupiña. Ya puede cada uno peregrinar según su conveniencia, y como los vallunos somos tan conveniencieros nos gusta meter a todos los santos en la misma bolsa para que el milagro no falle.
Como el festejo coincidía con el domingo, prácticamente todas las familias salieron a comer fuera de casa, ya sea a cierto restaurante típico, una heladería de renombre, una churrasquería de fama o, en su defecto, una feria gastronómica de algún municipio cercano, que siempre las hay todos los fines de semana en esta tierra de promisión y ventura. La consigna era que las madres no cocinaran en su día y había que agasajarlas de mil maneras.
Los periódicos, días antes, ya rebosaban de ofertas para tan magno evento: desde desayunos ejecutivos, arreglos florales y bombonería, hasta platillos especiales en restaurantes gourmet. Sabíamos que ir a comer a cualquier sitio nos supondría un engorro, una molestia, una calamidad, porque lo usual de estas fechas es que los restaurantes estén llenos hasta la cocina. En los lugares emblemáticos incluso hay que ponerse a la fila en espera de una mesa. Los bolivianos somos muy fans de cerrar filas en torno de cualquier asuntillo, incluso si hay que ponerse a la cola para ocupar el corazón de otro.
Ante tal perspectiva, en casa, mis primos cortaron por lo sano y resolvieron zanjar la cuestión con unas carnes a la parrilla, muy de manual. Me invitaron y, por mucho que empecé a salivar con los carbones ya calentando, tuve que rechazar la oferta apesadumbrado por la oportunidad perdida. Una noche antes ya me habían reclutado para otra parrillada, a efectuarse en casa de otros primos. Me habían asegurado que allí almorzaríamos pescado y, a ciencia cierta que andaba muy antojado, acepté con la sonrisa de oreja a oreja como quien gana la lotería.
Así que emprendí con toda religiosidad la peregrinación de unas cuantas cuadras, a eso del mediodía con el sol achicharrante en este cielo otoñal sin ninguna nube, tratando de afilar mi olfato de sabueso en procura de algún rastro humeante. Mala idea: el aroma a churrasco ya pululaba en todo el vecindario, no éramos los únicos que atizaban la parrilla. Había que guiarse por otros parámetros, muy de humanos, yo que quería jugar al perro detector de emociones.
Llegué, tomé mi lugar como acostumbro en estas ocasiones: cualquier chukuna (una silla, un tronco), a ser posible en la sombra y muy junto al cocinero para atizar la conversación, pues en estos sitios se cuecen las mejores historias, las anécdotas más picantes y afloran los recuerdos más vívidos. Como que al parrillero le quemaba el pantalón a la altura de la bragueta por la disposición un tanto baja de la parrilla empotrada. Era gracioso verlo sacudirse con un trapo para ventilarse el área. Nosotros decíamos: ahí está, ya tienes un runtu kanka, un asado de huevos con todo rigor.
Ah, mucha exquisitez prometía esa abundancia de pescado preparado en el mesón. Pese a no tener costas, deberíamos considerarnos privilegiados porque la madre naturaleza nos ha provisto de abundantes ríos que suplen esa carencia. Viéndolo de otra manera, considero que el pescado de río (especialmente el tropical) es más sabroso por la variedad de nutrientes que arrastra, todo lo contrario del lecho marino que es más pobre en suministros.
Efectivamente, los sábalos asados no nos decepcionaron, considerando que fueron comprados muy de mañanita de los camiones de Villamontes, que por estas fechas arriban cargados con pesca fresca del Pilcomayo, el anchuroso río que atraviesa el departamento de Tarija rumbo a Paraguay y Argentina. La carne del sábalo es de una suavidad extraordinaria, pese a sus innumerables espinas vale la pena el extremado cuidado que hay que tener al comerlo. Los indígenas matacos, aseguran los que han ido al Chaco, son unos expertos para zamparse piezas enteras de sábalo sin ningún temor de atragantarse.
Para los que les da pereza batallar con las espinas y, con sentido común, para los niños, se tiene la alternativa de la carne de surubí que, pese a su desabrido tono, se deja comer si se la condimenta bien. Pero su textura y sazón recuerdan bastante al pollo y a mí no me convence más allá de sus valores nutricionales. Pero tampoco me hago de rogar a la hora de degustarlo, pescado es pescado, me digo y me lo zampo sin más.
Aunque el pescado es el alma de la comida de una tarde cualquiera, importante es también el acompañamiento y no sólo de guitarra. Como bien saben los chaqueños, el mote de maíz es la pareja perfecta para el sábalo, relación que puede ser enriquecida con unos trozos de yuca hervida. Los vallunos pusimos nuestro granito de arena, empezando por la llajua y terminando en la ensalada. Luego, cada familia tiene su toque particular: para la ocasión nos sirvieron un arroz chaufa que sabía de maravilla, marca de la casa, y buena mano del anfitrión que lo preparó.
Comimos y comimos. Y a la hora de la sobremesa recibí una llamada: que otro de mis tíos convocaba ipso facto a su casa, que había otra parrillada en ciernes. Dolorosamente tuve que rechazar tan generosa oferta. Era abrumador tanta buena suerte en un solo día.
____
PS. Como homenaje a esa exuberante región chaqueña y, particularmente, a ese río Pilcomayo que siempre ha alimentado a buena parte del país con su generosa pesca.