Un especial sobre la obra de Lucy Tejada vía La Cola de Rata

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La Alegría de Lucy

Murales de Lucy Tejada

Por: Jess Ar

La más importante artista plástica de Pereira dejó una serie de obras de arte público en diferentes puntos de la ciudad. Sin embargo, algunas han quedado relegadas de puertas para adentro.

El 10 de octubre de 1920 nació en Pereira Lucy Tejada Sáenz, la mujer que 30 años después se convertiría en una de las artistas más importantes del país, y probablemente la más representativa pintora de nuestra ciudad.

Lucy dedicó toda su vida y su mundo al arte. Esa era su alegría.

Sus obras partían de la imaginación, conforme imaginaba daba trazos, y según su estado de ánimo, ella llenaba de color dicha obra.

Dentro de su trabajo relucen principalmente las mujeres y los niños, seres de ojos negros, muy profundos, con una estética detallista y contundente.

Un ejemplo de ello, pero en formato mosaico, es el mural La alegría de aprender, ubicado en el antiguo Club Rialto de Pereira (calle 17 con carrera séptima, esquina). Se encuentra en el tercer piso del edificio, justo a un lado de la luz que irradian las ventanas.

Antiguamente allí estaba ubicada la piscina y era el lugar de esparcimiento más frecuentado del club en sus años de funcionamiento. Texto completo.

GRABADOS

Por: Martha Traba

Una Lucy Tejada ya conocida en el arte colombiano, llena de gracia y de fuerza, de seguridad en sus síntesis y de solidez en sus soluciones formales, es la que reencontramos en la exposición de grabados expuesta en la Sociedad Económica de Amigos del País. Estamos ante treinta y tres obras apoyadas sobre un tema y que no ocultan su predilección por la humilde figura femenina atareada en su trabajo de la ciudad o del campo y por las leves figuras infantiles abstraídas en su juego y sus sueños. Pero unas y otras figuras salen del círculo de la fatiga real o de los intereses reales; carecen, por otra parte, de todo énfasis; aparecen plantadas en el papel como troncos macizos, pero balancean la severidad de sus cuerpos y la solidez corta de sus piernas con el gesto característico de los brazos en alto, enlazando la cabeza de una compañera, las bateas de ropa para lavar en el río, o simplemente, el talle puro del aire. Sus apariciones vigorosas y masculinas, de bloques escultóricos, acaban siempre, pues, en el femenino arabesco del brazo levantado. Ir a las imágenes y texto completo.

Donde acaba la ternura

Pinturas de Lucy Tejada

Por: Camilo Alzate

Hay un cuadro de Lucy Tejada que me perturba si reparo en sus detalles. Se llama El boquete infame, fue pintado en 1966, cuando la artista se despojaba de aquellos trazos gruesos, sólidos y firmes de su primera etapa, a veces rígidos, casi verticales, que recuerdan tanto al entusiasmo latinoamericano de Oswaldo Guayasamín, Cándido Portinari y Diego Rivera, dando paso a una especie de circularidad difusa y nebulosa que acabaría por señalar su obra a mediados de los sesenta.

Entre un decorado azul borroso, pleno de confusión y de oscuridad y de ceguera, unas niñas mudas con aspecto asustadizo observan a un hombre desnudo que introduce su mano bajo las faldas de una mujer cuyo semblante denota un ligero sufrimiento. La mano que hurga es apenas un detalle menor dentro de la inmensa composición dominada por una ventana sombría (¿acaso es este el boquete por donde se cuelan pesadillas y demonios?), así como es apenas perceptible el gesto de contorsión en la boca de la mujer, pasiva, aunque claramente incómoda.

Una interpretación benévola diría que puede tratarse de un parto, pero tengo motivos para sospechar una escena distinta, tan llena de horror y de espanto como lo sugiere el título de la pintura: una escena infame. Podría ser, al fin, un mal sueño, a juzgar por el clima difuso de rostros fantasmales velados en las sombras. “Yo no busco el cielo”, dijo alguna vez la pintora, “sino el momento en que uno pueda crear”. La creación –se intuye– es otro nombre para el dolor.

Aquella ambigüedad perturbadora me parece la verdadera esencia de Lucy Tejada, más allá del cliché gastado con que la encasillaron desde los años cincuenta llamándola la “pintora de la ternura”. Digo ambigüedad porque es difícil saber dónde acaba la ternura y dónde empiezan esa tristeza y esa angustia tenue que impregna su obra, poblada por niñas silenciosas siempre mirando al público, impugnándolo en su desolación. El escritor Fernando Cruz Kronfly supo ver más allá del cliché al afirmar que Lucy no hizo otra cosa toda su vida más que “pintarse a través de sus niños sin esperanzas, de sus niños lejanos en su ser sin salida”, una inocencia humana que él califico como “anterior a la historia”.

Con esa inocencia genuina y para nada fingida desbarataba a los entrevistadores, les bajaba la pompa y la circunstancia. En lugar de responder esas preguntas fatigosas sobre las vanguardias, el arte abstracto y la enorme trascendencia de su obra, ella, que se codeó con León de Greiff, Luis Caballero y Enrique Grau, prefería lamentarse porque se le había muerto la mamá de forma muy prematura y ella “no había podido gozarla”, o quejarse una y otra vez de que en Cali estuvieran tumbando los árboles tan hermosos que ya no adornaban las calles con sus flores, o contar que el único recuerdo que conservaba de Pereira, su ciudad natal, era la figura de una señora muerta y tiesa sobre una mecedora. En cierta ocasión exclamó, sin rubor ni falsa modestia, “no me había dado cuenta de que yo era tan importante”. Lo era, sin embargo.

Borrosa, inconexa, pero con un dominio magistral de la composición, Lucy Tejada adoptaría los colores terracota y ocres que le dan ese toque de arte rupestre y primitivo a sus obras de madurez, convencida como estaba de que el final y el comienzo de la creación eran casi idénticos pues “el mundo se repite, al final todo es la misma cosa, como en los sueños”.

Su pintura es una presencia reiterada de las mismas figuras borrosas, esas niñas mudas que se confunden en un velo de niebla púrpura y ocre, la paleta neutra de la mayoría de su obra. Nunca radiante ni fulgurante, siempre a la sombra del sueño o del recuerdo, como en las fotografías antiguas. Por aquel eterno retorno a la infancia, ese mundo bello pero triste, fue que el poeta Jotamario Valencia dijo que Lucy Tejada siempre había sido “una niña que pocas veces se permite la risa”.

Gonzalo Mallarino atinó al calificarla como “una de las mentes más poéticas de toda la pintura colombiana”. Esa poesía traía enredado el murmullo de la máquina Singer con la que cosía su madre y los brillos extraños de una casa oculta en las guaduas de Manizales, donde Lucy conoció el asombro que produce el color de la tierra y los rastrojeros llenos de armadillos por los que corría con sus hermanitos buscando guayabas. “Pinto niños, pero en el fondo siento que estoy haciendo mi autorretrato”, escribió Lucy Tejada al final de su vida. “Yo misma soy una niña asombrada, con miedo del mundo”.

Texto e imágenes completas aquí

Todos los textos e imágenes se publicaron en La Cola de Rata

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