Un golpe es un golpe es un golpe

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Los latinoamericanos sabemos de golpes institucionales. Y lo que hemos visto hoy y en las últimas semanas en Estados Unidos, es uno.

Kenny Holston para The New York Times

Por, Diego Fonseca. Publicado en The New York Times.

Poco después de que una turba asaltara el Capitolio en Washington, donde las cámaras contaban los votos electorales para proclamar la victoria de Joe Biden, Donald Trump, el presidente saliente, tuiteó: “Quédense donde están, obedezcan a la policía”. No pidió que se retiraran: “permanezcan tranquilos”, escribió.

Fue la única reacción de Trump, excluido el video tardío que publicó después de una intensa presión de su círculo cercano llamando a la retirada. Antes había dicho que no reconocería jamás su derrota. Era el último galón de gasolina necesario para incendiar a la multitud plantada frente al Capitolio. La acción de Trump no fue azarosa sino calculada: no quiere abandonar el gobierno y, para eso, no ha dudado en liderar un intento de golpe institucional contra la democracia de Estados Unidos.

Porque no hay dudas: el presidente de Estados Unidos, con la anuencia de una parte de su partido, el silencio de muchos y el activismo de congresistas y partidarios, intentó llevar adelante un golpe durante las semanas después de perder las elecciones de noviembre de 2020.

En América Latina aun es célebre el chiste macabro que decreta que en Washington no había golpes de Estado porque no tenían embajada de Estados Unidos. El tiempo mostró que no era necesario: le bastó elegir presidente a un mesiánico.

El golpe nació jurídicamente muerto y, el miércoles 6 de enero en el Congreso, cuando se celebraba el conteo de votos del Colegio Electoral, y se debía declarar oficialmente ganador a Biden, Trump hizo arder Roma desde Twitter y la contempló tocando la lira en el silencio del despacho oval.

Biden —quiero creer— será nombrado el presidente número 46 de Estados Unidos y eso marcará el fin del capítulo: Trump habrá fracasado en perpetuarse ilegalmente en el poder. Pero no es el fin de la historia porque un intento de golpe no puede asumirse con ligereza.

Un golpe es un golpe y no precisa de militares para serlo. En América Latina tenemos el ojo entrenado. Hemos visto malas artes de todos los colores para tomar o perpetuarse en el poder.

Nuestras dictaduras y dictablandas están en libros, documentales y películas de medio mundo. Allí están los golpes institucionales de Hugo Chávez en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua o la no tan distante remoción de Dilma Rousseff en Brasil con una trampa parlamentaria. ¿Y qué tal el Partido Revolucionario Institucional y su “dictadura perfecta” de setenta años ininterrumpidos en México? O Alfredo Stroessner, casi 35 años en Paraguay, y los hermanos Castro, más de sesenta en Cuba. ¿Suma y sigue? Carlos Menem en Argentina copó la Corte Suprema de Justicia y forzó una reforma constitucional para ser reelegido; Evo Morales y Rafael Correa buscaron también reelecciones indefinidas en Bolivia y Ecuador. Alberto Fujimori llegó hasta el autogolpe en Perú para gobernar, tal cual pretendía Trump, como él quería.

Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, en diciembre del año pasado
Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, en diciembre del año pasado. Crédito: Manaure Quintero/Reuters
Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, en septiembre de 2020
Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, en septiembre de 2020. Crédito. Presidencia de Nicaragua vía Reuters

Hemos tenido y tenemos golpes disfrazados como reforma, acción judicial, sanción parlamentaria. Golpes contra golpistas. Golpes fallidos y duraderos. Toscos, sutiles. Absurdos o filosóficamente defendidos.

La tentación autoritaria solo precisa de una sociedad dispuesta a seguirle la corriente. ¿Instituciones? Están hechas de personas, y todos cambiamos de ideas.

No hay golpe en democracia que no se presente como una misión para salvar a la nación de alguna injusticia suprema y no hay golpista que no se crea legitimado para hacer lo necesario. No es muy distinto de lo que ha intentado Trump durante cuatro años en el poder y con mayor intensidad en sus últimos días. (El fin de semana, apareció un audio filtrado en el que reclama a una autoridad de Georgia, uno de los estados decisivos en la elección, encontrar votos a su favor). Pero por alguna razón incomprensible, en Estados Unidos no se dice de manera generalizada que lo que Trump intentó fue, con todas las letras, un golpe.

Cuando el Capitolio todavía estaba rodeado por la turba, Biden lo puso con letras de molde: no hubo protesta, bordea la insurrección.

Y los ataques directos a la sostenibilidad democrática no pueden ser respondidos con modosidad intelectual o relativismo político. Un intento de golpe no es un “desafío” al Congreso o la justicia. Tampoco es un simple recurso judicial ni debiera ser interpretado como otro acto político heterodoxo moralmente cuestionable de un hombre acostumbrado a actuar en las cornisas de la legalidad. Un presidente en funciones comete un acto ilegal cuando amenaza a funcionarios públicos para robarse una elección. Un golpe es un golpe. Y esta vez lo vemos así en Washington como lo hemos visto en el pasado en Lima, Caracas o Ciudad de Guatemala.

Las provocaciones de Trump nunca fueron el acto desesperado de un autócrata reacio a abandonar el poder, sino un peligro real para la democracia. Ahora, para poder evitar que un individuo peligroso sentado en la principal oficina de la nación más poderosa del mundo cimbre las bases de una democracia sólida, serán necesarios esfuerzos impensables cuatro años atrás, cuando un número suficiente de votantes decidió que Estados Unidos podía ser dejado en manos de un pirómano.

Aun derrotada su aventura antidemocrática, Trump ya logró empujar al país más cerca de nuestra región, la parte del mundo en donde tantas veces ha primado la voluntad del hombre fuerte. Ahora el Partido Republicano tiene una decisión de vida. Pese a avalar todo lo que hizo Trump por cuatro años y justificar su cuestionamiento de las elecciones, no puede legitimar un golpe.

Estados Unidos no debe dejar a Trump salirse con la suya. En América Latina se han juzgado pocos golpistas y conocemos las consecuencias de dejar impune la ilegalidad política. Nuestras democracias han sufrido enormes daños, en ocasiones con saldos trágicos.

Hoy hay una posibilidad inmediata para enseñar al mundo que el autoritarismo no amedrenta. Es el “momento Nixon”: Donald Trump no renunciará, pero el Partido Republicano y el Partido Demócrata deben hacerle saber que su destino está sellado, y ha de dimitir.

En el futuro inmediato, los comportamientos antidemocráticos de los últimos meses deberán ser investigados y sancionados, política y judicialmente. Si la política no actúa y las cortes no proceden, la normalización del desafío de Trump —la normalización del comportamiento golpista— cimentará la decepción ciudadana y la desconfianza en la democracia, como hemos visto en América Latina.

La experiencia latinoamericana muestra que una sociedad puede desertar si observa que el sistema no es protegido por sus representantes. Y no hay mejor incentivo para las tiranías que el cinismo de los ciudadanos.

*Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su último libro publicado en España.

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