Salute, señor Tomás Ramsur. Declara usted desde la bandeja de comentarios del 2 de agosto que no ha matado a ningún crítico literario. Si admitimos que dice la verdad, las sospechas que deslizó el escritor Jaiber Ladino en torno de su nombre quedarían descartadas. Considero prudente esperar, no obstante, los avances de la investigación emprendida por el joven fiscal Morelli. “Vale La Pena”, por lo tanto, sospechar de Lord Violeta, quizá el más anfibio de los azuzadores de la polémica intelectual pereirana.
Expresa usted que “Los críticos son bienvenidos en mi casa”. ¿Debemos presumir que el crítico asesinado estuvo en la suya? ¿Sabía usted de la factible existencia de la maleta que el crítico literario escondió con celo en la antigua casa de Héctor Escobar Gutiérrez, según lo corroboró la tía bailarina a este reportero en días pasados, cuando me disponía a cotejar datos para mi entrega fallida de la crónica policial “Tía de crítico literario lanza una explosiva hipótesis sobre crimen”? La maleta, con huellas de saqueo, fue recogida en custodia por agentes del GAULA en el parque del sector de Providencia.
Me cuestiona usted, señor Ramsur, si mi labor de informar obedece a un asunto de resentimiento, de ajuste de cuentas. Para nada. Lo mío hace parte de un ejercicio de comprensión de la realidad. Es necesario preguntar, esclarecer. Por esta vía, ¿leyeron y examinaron ambos alguna obra literaria pereirana que les haya parecido interesante, digna de un comentario en La Cola de Rata? ¿Qué piensa usted del canon escolar, dividido por géneros, que el periodista Molano Gaona desliza, subterfugiamente, en la hipotética discusión que dio pie al crimen intelectual de la 29? Que el espíritu aristocrático de Marinetti lo siga acompañando en su apacible tarea de cultivar pomodoros y berenjenas, mientras en El Ubérrimo, esa mesiánica tierra de 1500 hectáreas, se cuecen habas.
Expresa el director de noticias Ecos 1360 Andrés Botero, con tono airado: “¿Y yo que putas tengo que ver en esta historia?”. Intentaré dar respuesta a su inquietud de un modo sereno: ¿Y yo que culpa tengo que el joven fiscal lo haya buscado a él para hacer declaraciones sobre el aleve crimen borgiano cometido en la persona del crítico literario, cuya verdadera identidad aún no se esclarece?
Temida periodista Elizabeth Pérez, me confunde usted con sus apreciaciones del 3 de agosto. Agrega poco al examen del crimen de la madrugada del lunes, rebajar este hecho atroz a una “inventiva literaria”, a un “juego macabro”. El asunto es simple: estamos frente al caso de un asesinato que el fiscal Morelli lleva con prudente esmero y del cual esperamos un rápido desenlace, a pesar de la contingencia y del pico de la pandemia, lo cual implica lentificar la dinámica de las audiencias y el acopio de pruebas. Donde hay cuerpo, hay crimen, lo saben hasta en el Concejo municipal.
Si duda de mi reporte, señorita Pérez, tendrá que poner en cuestión la labor periodística de Franklyn Molano, un colega íntegro, cuya perspicacia visual le permitió hallar probables testigos del hecho criminal en donde yo –lo manifiesto– solo advierto baturrillo. No seré yo quien sopese los testimonios de “Yorla”, “Abelardo” y “Alzate”. Hacen parte de la reserva sumarial. Puedo constatar, sobre la base del expediente de la fiscalía, que, en efecto, en la mochila embera-katío había páginas de un diario de viaje, un par de libros de Klepsidra Editores, una grabadora sin pilas y dos cédulas de ciudadanía. En cambio, me extraña que el periodista Molano Gaona no aluda a la maleta hallada en un parque. De acuerdo con la tía bailarina, esta maleta viajera contenía un grueso volumen inédito con sendos estudios críticos sobre la literatura de la ciudad sin puertas, en una suerte de ampliación controvertible del clásico libro Literatura risaraldense (1988) de la escritora Cecilia Caicedo.
Conocedor del expediente y una vez analizado con rigor informativo las circunstancias que envuelven el escabroso crimen del crítico literario, comparto esta conjetura sobre la base de testimonios recibidos en el seno de la familia adolorida: en las páginas de ese grueso volumen inédito están los móviles que desembocaron en la trágica muerte del sobrino de la bailarina radicada en Santiago de Chile. Y en especial en el capítulo VI titulado: “Nueva oleada de escritores del No. Visceralismos y neoconservadurismos en la capital del eje”.
Por último, señorita Pérez, me llama usted “Rodrigo Gil”. ¿No le parece que es suficiente con que el crítico asesinado tenga doble identidad –un doppelgänger, diría el profesor Valencia Solanilla– y que el poeta Rubio aluda desde ese hecho a los siniestros personajes de Roberto Bolaño?
En tiempos de las fake news, no le hace bien al gremio periodístico señalar a los reporteros como posibles determinadores de hechos criminales. Ya bastante tenemos con la acción de tutela rubricada por escritores de la comuna centro, que nos impidió publicar lo que habíamos prometido. Fui yo, en rigor, quien informó a la opinión pública sobre el deceso del crítico Rodrigo Argullol (o Harold López). ¿Y ahora soy sospechoso? ¿Con qué argumentos “Reportero hasta morir” se atreve a enlodar mi nombre al sugerir que “el verdadero y único asesino es el mismo autor del texto” que ha dado origen a la presente polémica? Con que sigan así las cosas, me tocará pedir pista en la Justicia Especial para la Paz (JEP), toda vez que el periodista Botero, proclive a imaginar novelas oscuras, insinúa el agenciamiento de osadas cofradías de criminales intelectuales, en la línea de los Grupos Armados Organizados Residuales (GAOR).
Las consecuencias de este atroz crimen, de este jardín de senderos que se bifurcan, suscitan a lo sumo un prolegómo. Ilustremos: ¿Sabía usted que la amiga del crítico literario, la chica ebria que dio aviso a las autoridades en el Cai del cuadrante, se halla internada en el Hospital Mental de Risaralda? Según el psiquiatra Alarcón, su paciente presenta un trastorno de estrés postraumático (TEPT). La periodista Adriana Villegas de La Patria de Manizales, la contactó y ella reveló que teme por su vida: “Me quiero morir. Creo, además, que soy asintomática del coronavirus”, dijo, desesperada, pues ya no resiste la presión, las amenazas disfónicas, en instagram, enviadas por un ala (no Alan) de poetas realvisceralistas.
Me despido un tanto triste, pues me siento objeto de burlas. Lean el comentario de Camilo Alzate, el enfant terrible de la non-fiction pereirana. Mientras él emplea metáforas para invitar a la risa, yo sigo aplicándome toda suerte de ungüentos caseros y fórmulas medicinales. Después de que pase el tiempo de la cuarentena, en unos cuatro años, once meses y dos días, digamos, y el cronista Alzate se baje de su bicicleta comprada en una prendería del parque La Libertad y detalle en mi cabeza, tendrá que retractarse.
Buon Giorno.
Signore Rigoberto Gil.
¡Ni hablar! Me dijo Salvador Dalí una vez, ¡Me sublevo con todas mis fuerzas! ¡Exijo una vida en el más allá con persistencia de la memoria! Pobre Dalí, la excentricidad y el idealismo le cocieron la mente. Yo se lo dije a él, señor Rigoberto, en esa época de New York cuando sacaba a pasear su hormiguero en el metro y trataba de firmar contrato con Walt Disney: “El escritor se inmortaliza en el recuerdo” Y no dejo de pensar en ese crítico literario asesinado impunemente, pues hasta ahora, no hay declaraciones oficiales de parte del aparato judicial. El único muerto es el que se olvida.
Su entrada de hoy, (y un amigo me escribió al Whatsaap, diciendo, que no había podido dormir esperando esta nota suya) me recordó a Albert Camus en Calígula (1944). Un buen libro que terminé de leer ayer, eso sí, con ayuda de mi secretaria, quien alegre ella, no paraba de vibrar al son de Rita Pavone.
-Calígula: Entonces, ¿por qué me quieres matar?
-Quereas: Ya te lo he dicho. Te considero nocivo. Me gusta la seguridad y me es necesaria. Casi todos los hombres son como yo. Son incapaces de vivir en un mundo en cuyo seno pueden instalarse de repente las ideas mas extrañas y en el que, las más de las veces, ese pensamiento penetra en la realidad como un cuchillo en el corazón. No, yo tampoco quiero vivir en un mundo así. Prefiero saber por dónde piso.
-Calígula: La seguridad y la lógica no van a la par.
-Quereas: Es cierto. No es lógico, pero es sano.
Y traigo a colación esto, porque descarta usted uno a uno los sospechosos como si fuera una trama de Carland Cross. Lo invito a pensar en la posibilidad si acaso todos los mencionados podemos ser culpables. La muerte de un crítico me disminuye porque me encuentro unido a este ecosistema literario de Pereira, por eso, nunca pregunte por quién doblan las campanas, doblan por Luis Carlos González. (El que tiene ojos que lea).
Por último, veo que mi intervención acá y en su correo, lo desvió del cauce de no publicar la carta de la tía del occiso que reside en Chile, ¿En Nuñoa tal vez o en Cerrillos? Visité esas tierras australes cuando se tejían esas extensiones de ODESA con Paul Schäfer, Walter Rauff y Gisela Gruhlke, y más adelante cuando se torturaban disidentes y opositores en Valparaiso, apiñándolos dentro de un vagón que poco a poco ingresaba al gélido mar, por una pista de tren ensamblada desde la playa. ¿Qué pensara esa tía de su sobrino muerto a puntapiés tal como lincharon a Octavio Ramírez, el hijo del ecuatoriano Pablo Palacios?
La literatura si sirve para algo, al menos que sea para evitar la muerte anunciada de algún otro crítico. Nada más irónico que un escritor muera en su tinta.
Salute
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Tomás Ramsur
([email protected])
No obstante, el autor obvia mencionar (quizá por conveniencia propia) ciertos detalles de la investigación en cuso que hacen parte del sumario aunque no han trascendido a la opinión pública. Múltiples fuentes señalan que el mismo Gil Montoya se encontraba en la escena, y que lo más probable es que el atentado iba a dirigido contra él, pero el criminal falló el tiro pues quedó enceguecido con el resplandor poderoso de la cabeza del escritor, quién a la sazón no llevaba gorra en aquel día particularmente soleado. Esta parece la causa de que libro con pasta dura y un buen forro protector de contact y ribetes en fomy -ejemplar de las obras incompletas de Luis Carlos González- haya terminado estampillándose en otra cocorota que no le correspondía. Sin duda se trata de una gran pérdida para la ciudad, que ha visto menguado su ya de por sí minúsculo rebaño de críticos literarios.