Después de muchos años de trasnocho e incomodidad por las ruidosas fiestas que vecinos hacen, he encontrado una solución que quiero compartir con todos ustedes. Una manera de poder sentirme nuevamente arropada por el silencio y la oscuridad.
Crecí en el barrio Los Álamos, arropada por el silencio y la oscuridad. Luego me fui y cuando regresé, Pereira empezaba a cambiar velozmente.
Cuando vivía en Los Alpes, mis noches estuvieron llenas de batallas contra aquellos que, desconsideradamente, parqueaban vehículos en las bahías y, con el volumen de sus reproductores a tope, bailaban en plena calle.
También, en el edificio donde vivíamos, el vecino de abajo hacía ruidosas fiestas que siempre iniciaban al amanecer y se prolongaban hasta el mediodía. Yo creo que pertenecía al hampa, porque en esas noches de desvelo podía oírlos narrar historias criminales, mientras se llamaban los unos a los otros por apodos como “Tomate” o “Guaro”.
Con el anhelo de recuperar dos derechos que considero fundamentales, la oscuridad y el silencio, luché a brazo partido por vivir en el sector rural. Y lo logré hace diez años.
Falsa ilusión. La paranoia de quienes habitan estos condominios hace que llenen su vida de odiosos reflectores, con la idea de ahuyentar a los ladrones.
No obstante, la propagación de la luz se evita de maneras más sencillas que la del sonido.
Pero lo del ruido aquí, los fines de semana, es a otro nivel. Hay de todo. Desde la señora caída en desgracia económica, que usa su antigua vivienda de recreo para montar un bar improvisado en donde promociona desconocidos cantantes; hasta las fiestas de música electrónica, interminables como las “peperas” que las acompañan.
Están los vallenatos y los mariachis, cuyas representaciones vienen en “paquete” con estridentes silbidos, alaridos y hasta pólvora. Pero, de todos, los peores son los karaokes.
En ellos, cuarentonas de todas las tallas cantan a grito herido La Maldita primavera, mientras intentan resarcir su frustrada carrera de cantantes.
Todo ha sido inútil. Especialmente las llamadas a la policía, que seguro se debate entre la impotencia de atender tanta contravención y la necesidad de dar trámite a temas “más importantes”.
He intentado mantenerme coherente y bregar por todos los medios para que se cumplan las normas, porque creo en la fuerza del propio ejemplo y en la necesidad de que todos nos transformemos para convivir mejor.
No obstante, en cuanto al ruido, me declaro derrotada. Las interminables noches de insomnio me han llevado a vivir en un “mundo paralelo”.
Deambulo entre dormida y despierta, y no pocas veces he estado a punto de chocarme, producto de la falta de concentración a la que induce el trasnocho.
La conclusión necesaria es que debo cambiar, antes que esperar a que el mundo alrededor se vuelva más civilizado; y, por tanto, he aceptado ponerme unos tapones de oídos.
Lo he hecho con la mezcla entre renuncia y alivio con la que, supongo, a la persona incontinente le llega el momento de usar los pañales (¡y que me perdonen los incontinentes!).
El mundo alrededor ha perdido importancia. Que allá afuera compitan a ver quién grita más duro, ¡yo solo necesito dormir!
He encontrado el nirvana, y quería, sencilla y generosamente, compartir mi pequeño descubrimiento con todos ustedes.