Dialogar supone implícitamente el reconocimiento de un interlocutor, y, un asesino, un terrorista nunca pueden ser considerados como interlocutores de la ley y la justicia.
Fácilmente cualquier grupo o partido político puede perder la cordura y caer inevitablemente en la caricatura de sí mismo, tal como ha sucedido en Colombia con los llamados partidos tradicionales y con la izquierda estalinista.
La cordura señala siempre la permanencia de la racionalidad en las propuestas políticas ante el desorden y el caos imperante o como debería suceder en nuestra actual situación, frente al vacío que se ha abierto ante el ripio de todas esas retóricas bajo las cuales se ha disimulado la relajación de unas costumbres y de un léxico político convertidos hoy en mera fraseología electorera.
El Liberalismo, lo sabemos desde Stuart Mill hasta Isaiah Berlin o Rawls no se explica sin la carga crítica que lo ha alentado históricamente a oponerse a todos los totalitarismos, es decir, a la falta de cordura en el ejercicio de la política.
Nadie ha sufrido en la historia tanta persecución como el defensor de las libertades que se opone a la falacia – que tanto seduce a los débiles mentales – de que es más importante el pan que la libertad.
Con eso queda al descubierto otra característica de quienes atentan contra la cordura: volverse ciegos, mudos ante el sufrimiento humano optando por la boba fraseología simplificadora de reducir las causas de la violencia a “enfrentamiento de narrativas”, como esa de que “Duque no ama la paz negociada porque no le permite sacar adelante la narrativa de victoria” reduciendo pues la necesidad del discurso de la oposición a meras denuncias puntuales, sin contar con un proyecto político coherente para el país.
Ser liberal significa creer en la necesidad permanente de construir democracia lo que, paradójicamente, equivalió durante los sombríos años de la tiranía reciente, a ser parte de una minoría silenciosa, porque pedir cordura a quienes debieron mantenerla en defensa de los valores de la República, supuso ser anatematizado por el supuesto delito de considerar que la conquista de la paz no se consigue arrodillándose ante el enemigo, estratagema a la cual se prestaron los arribistas y los chaqueteros, esos que callaron ante la tragedia de Venezuela y ahora aparecen como los oportunistas denunciadores de Maduro.
La “explicación” – y no la abierta condena – de un crimen, lo que busca es la neutralización moral de esta infamia. Como señaló Arcadi Espada, entrevistar a un asesino supone preguntarle por los crímenes que ha cometido y no reducir la conversación a anécdotas banales. ¿No vieron en t.v. la amañada entrevista en la Habana con Pablo Beltrán en la cual nunca se le preguntó por el asesinato de 21 adolescentes, ya que lo que está en movimiento – triste complicidad la de algunos jerarcas católicos – es el intento de que la justicia olvide la oscura violencia contra la ciudadanía por parte de este grupo de malhechores?
Si acepto el terrorismo niego la existencia del otro, si acepto la matanza como argumento para reanudar unas “conversaciones” acepto entonces que el terrorismo está por encima de la justicia y el verdugo por encima del juez.
El gobierno español se negó siempre a dialogar con la ETA y esta terminó por aceptar que debía renunciar a la lucha armada. Mediante el severo castigo a estos criminales se le puso límites al terrorismo.
Dialogar supone implícitamente el reconocimiento de un interlocutor, y, un asesino, un terrorista nunca pueden ser considerados como interlocutores de la ley y la justicia.
Difamación, complots de apartamentos de soltero, babosos twitters, constituyen la brutal reacción de grupúsculos de conspiradores que carecen de la calidad intelectual necesaria para construir los argumentos que deberían brotar de un conocimiento y un amor hacia el país que todos debemos sacar adelante.
P.D.: La corrupción en el caso de Hidroituango la puso de presente el nombramiento de una burocracia ineficaz e ignorante.