Fue el 19 de febrero de 1980, hace más de cuarenta años. Argentinos Juniors, un modesto equipo de fútbol de una zona popular de Buenos Aires conocida como La Paternal, se enfrentaba a un no menos oscuro onceno con sede en Pereira, Colombia.
Era uno de esos cuadrangulares amistosos tan frecuentes por esa época al comienzo de temporada en el fútbol profesional colombiano. Por esos días, el América de Cali celebraba su primer título, alcanzado el 19 de diciembre de 1979. Fue el final de una eterna sequía bautizada por sus hinchas como “La maldición de garabato”.
Y entonces acaeció el milagro: un jovencito que ya había hecho de las suyas en Japón con la selección juvenil del flaco Menotti, prefiguró con seis años de anticipación la dimensión exacta de su propia gloria, materializada en el mundial de México 86.
Con el paso de los años, los analistas repetirían cientos de veces que el gol anotado al Deportivo Pereira fue el más bello en la carrera de El Diego. El máximo ícono de la Iglesia Maradoniana.
El mismo que acaba de apagarse, al menos en su dimensión terrenal, después de sesenta años de una vida plagada de leyendas, contradicciones, miserias y grandezas.
Es uno de los grandes recuerdos futboleros de mi vida. Me cuento entre los que asistieron a ese juego que al final terminó empatado 4 a 4 en el tiempo reglamentario. De manera que puedo jurar que presencié el momento de la mayoría de edad de uno de los más grandes futbolistas de la historia.
El mismo que en el partido contra los ingleses en México dio otra muestra de su saludable irreverencia cuando aseguró que el célebre gol irreglamentario lo había anotado con la mano de Dios.
Por fortuna, las miserias del Var todavía no habían sido inventadas para privar al fútbol de su impagable dosis de azar y error.
Pero volvamos a ese 19 de febrero en Pereira. Ese tipo de imágenes vuelven mejor a nuestra memoria cuando apelamos a recuerdos prestados. Es decir, cuando un tercero los narra.
Esta vez se trata del relato de Hugo Horacio Lóndero, el formidable delantero argentino que se quedó a vivir en Colombia y formaba parte del Deportivo Pereira ese día.
Lóndero lo describió así: “Él arrancó similar al gol que hizo en México, como en la mitad de la cancha. Fue eludiendo a los rivales: Farid Perchy, Henry Viáfara se le tiraron encima. Luego vino el paraguayo Alcides Sossa y el último que lo cruzó era “El moño” Muñoz. Cuando llegó, amagó a patear, enganchó y quedó de frente al arco. Cuando le salió el arquero, que era Roberto Vasco, amagó a tirar al segundo palo y se la tocó cortita al primero. Fue un gol espectacular”.
Bueno, el manoseado adjetivo espectacular no le hace justicia a ese momento. Lo de Maradona ese día pertenece a la estirpe de los grandes designios.
De las cosas de Dios.
Como todos los elegidos de los dioses, El Diego fue un hombre controversial. En su momento denunció a la Fifa como lo que es: un cartel mafioso, y lo castigaron expulsándolo del Mundial de Estados Unidos 94. Fue amigo de Fidel Castro, de Hugo Chávez y se hizo tatuar una efigie del Che Guevara, como para expresar que, de haber coincidido en el espacio y en el tiempo, también hubiera sido su compinche.
Al modo de los artistas malditos, supo frecuentar las tinieblas: ni las drogas fuertes, ni los alcoholes, ni el sexo a raudales le fueron ajenos.
Por eso los moralistas lo condenaron siempre. Le enrostraban no haber sido un buen ejemplo para la sociedad. ¿Y quién dijo que los genios tienen la obligación de ser un ejemplo para nadie? ¿Acaso El Diego se postuló alguna vez como ejemplo de auto superación?
Todo lo contrario: cada vez que pudo, subrayó su condición de marginal. De orillero siempre en contravía. Más de un antihéroe del tango y la milonga se hubiera sentido a sus anchas departiendo con él en algún arrabal.
Sólo que, en lugar de un puñal, el hombre obraba prodigios con la pelota. Lo saben los hinchas de Argentinos, de Boca, del Barcelona, del Nápoles y, cómo no, de varias selecciones argentinas.
Cuentan que estuvo a punto de llegar al América de Cali luego de su paso más bien decepcionante por el Barca, pero el Nápoles italiano se atravesó en el negocio y el asunto pudo haber provocado una guerra a muerte entre la Camorra napolitana y el cartel de Cali.
Pero eso daría para otra saga de leyendas.
El poeta colombiano Porfirio Barba Jacob escribió en un rapto de lucidez etílica: “Era una llama al viento y el viento la apagó”.
No sé si el viento del olvido y el desdén puedan apagar la llama que este hombre dejó viva en el corazón de quienes amamos el juego bonito. Creo que no: son legión las cosas bellas que alientan entre la mano de Dios y el corazón de El Diego.
Gracias, maestro Gustavo por tan hermosa y oportuna crónica. Felicidades.
Jaime Bedoya Medina
Muchas gracias a usted, mi querido don Jaime. Haber visto a Maradona esa noche de 1980 es uno de esos regalos que uno no tiene cómo devolverle a la vida.
Gran perfil, don Gustavo.
Muchas gracias, Camilo. Juro que lo escribí con la mano de Dios.
Hablamos.
Gustavo