Me cuesta mucho conectarme con las personas que impostan la voz cuando hablan en público. Si el que lo hace es un conferencista o un profesor, su tono artificioso me saca de foco, me aleja de la esencia de lo que dice. Ni que decir de algunos políticos, mejor no digamos cuáles, que así estén hablando de un tema ligero, por ejemplo, de su plato típico favorito, lo enuncian como si se tratara de una cita que partirá la historia del país en dos.
Esa pose, a la que somos especialmente propensos los hombres que nos dedicamos a hablar en público, nos hace lucir ridículos. Se trata, para que se me entienda, de poner la voz grave, pero no tanto, porque tenemos que sonar amistosos, y al final, el resultado es una maraña de sonidos cuya sumatoria no es más que un certificado de falsa modestia. Se habla como locutor, filósofo ateniense y galán de película de los años 50, todo al mismo tiempo. ¿Han escuchado la canción Desiderata? Bueno, va por ahí.
Sin embargo, hemos de admitir que hay que hablar de un modo que se le entienda a uno. Para ello, la buena vocalización y entonación es recomendable, pero no hay recurso técnico, ni siquiera sacar la voz desde el estómago, que contrarreste los efectos negativos de verse sobreactuado. Si a lo anterior se le suma una gesticulación exagerada, el resultado, casi con seguridad, será peor.
Descreo de la fórmula recomendada por algunos coach, de que lo que importa no es lo que uno diga, sino cómo lo comunique, pues con el paso de los años me he dado cuenta de que el público es más perspicaz de lo que muchos creen. El mensaje es de suma importancia y si lo que tenemos es un discurso coherente y nuestras ideas son novedosas o al menos se nota que las hemos meditado con profundidad, no necesitaremos de tantos artificios para conectarnos con la audiencia.
Alguna vez tuve la oportunidad de orientar un curso de investigación para estudiantes de quinto grado. Recuerdo haberles hablado con mi voz natural, muy nasal para mi gusto y a veces con un acento que delataba mi origen geográfico. Lo cierto es que, a pesar de no sonar como Morgan Freeman, los alumnos se conectaron con la clase y al parecer, todo radicó en el rigor con el que se preparó cada sesión y la atenta escucha a lo que decían.
Durante mi paso por la universidad tuve la fortuna de tener excelentes profesores. Hubo cinco que se destacaron sobre los demás. Recuerdo que todos, con su voz natural, captaban la atención de sus estudiantes, porque lo que decían reflejaba dominio del tema e ideas originales. Sin embargo, el meollo del asunto, era que ellos encarnaban en sus vidas el discurso que daban dentro del salón de clases y era allí, y no en tratar de hablar con una voz que no era la suya, en donde radicaba su credibilidad.
Sí Juan, magnífico. Se nos olvida que la sencillez de decir las cosas aún las más complicadas ,es la clave de los que saben..lo demás es pedantería.