Aquellas crónicas que se alojan en la memoria:
Resulta interesante ver cómo después de realizar varias lecturas, de hablar, de resolver dudas, de lanzar varias preguntas y de dialogar alrededor de los alcances y las bondades de la crónica, los estudiantes afinan su pluma y se lanzan a contar historias.
Esta vez fueron los estudiantes del Taller de Expresión Escrita de la Licenciatura en Comunicación de la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP), que después de buscar una idea, desarrollarla, llevarla al papel, corregirla, hasta dejarla en limpio, entregan hoy relatos que considero merecen ser leídos. Sigan.
Franklyn Molano
Por, Carolina Posada Osorio. [email protected]
Estamos en Yondó, un pueblito caluroso en Antioquia. Aunque decir caluroso es negarle, por lo menos, 8 grados de temperatura a los casi 40 grados infernales que casi siempre se siente al entrar, sobre todo cuando eres de tierra fría. “En Yondó siempre hace calor, hoy llegaron en mal momento”, nos dijo a manera de recibimiento, en medio de un aguacero, el propietario del hostal en el que pasaríamos los primeros tres días en el pueblo.
Yondó es mi Condoto. A veces lo amo, a veces lo odio, casi siempre lo extraño. Llegar hasta allá fue todo un desafío. Íbamos mamá, papá, mi hermano y la bebita, mi hermana menor. Pero también todos los corotos, viajábamos desde Santa Rosa de Cabal, hasta un lugar desconocido para nosotros, en camión.
Podría decir que ese fue el mejor viaje de mi vida, también el más miedoso. Yo tenía 8 años, mi hermano 4 y la bebita estaba de meses, no recuerdo cuántos. Nosotros, con mamá, íbamos en la parte trasera con los corotos, acostados casi siempre, en un colchón que fue nuestra cama y mueble durante dos días, o tres, se me van los recuerdos con el viento.
El caso es que íbamos atrás en el camión-casa viendo todo ese paisaje precioso que da Colombia. Una combinación de árboles y largos recorridos por vías casi desiertas. Fueron kilómetros de carretera en donde el sol nos quemaba sin tocarnos, sobre todo desde la Dorada (Caldas) y durante el recorrido por la calzada conocida como la Ruta del Sol. Los demás carros, que pasaban a toda velocidad, hacían que el aire caliente junto al movimiento del camión nos arrullara hasta casi dormirnos, para luego, ese mismo movimiento, despertarnos.
Recuerdo con facilidad que en uno de esos despertares mamá nos avisó que pararíamos a almorzar. No veíamos la hora de por fin estirar el cuerpo y comer algo diferente al mecato que llevábamos en los bolsos. La parada se acercaba, una casita aquí, un paradero de camiones allá, una bomba de gasolina más allá y por fin, después de varios metros, el restaurante que nos daría de comer y de beber y que tanto necesitábamos.
Quién iba a decir que sería un almuerzo tan agridulce. Y quiero que comprendan que no hablo del sabor de la comida, que según los recuerdos de mi mamá estaba deliciosa, sino porque justo antes de que papá pusiera el pie izquierdo en el piso para terminar de bajarse del camión, escuchamos eso que acá llamamos un hijueputazo. Era papá, por supuesto. Se había quemado el antebrazo con el exosto que estaba ubicado casi al lado del espejo derecho pero que no alcanzó a visualizar por el afán de estar en tierra pronto y ayudarnos a bajar del remolque.
Los pequeños nos pusimos a llorar. La quemadura se veía horrible y papá entre risas y madrazos nos informaba cuánto le ardía. Pero mamá, que a todo le encuentra una solución, se volvió a subir al camión y sacó un bolsito gris cuadradito que decía en letras naranjas Omnilife. Ahí estaba la solución para mi padre. En uno de esos productos que nunca vendieron y que compraron en uno de esos multiniveles que mostraba ricos a los ricos y estafaba a los pobres que querían serlo.
¿El producto? un líquido tipo miel que curaba lo que fuera, eso sí, al menos funcionaba y sabía rico, cosa rara en los remedios que sirven de verdad. Cogió mamá un sobrecito, le hizo un hueco, tomó con delicadeza el brazo de mi padre y le dijo a manera de burla -no vaya a gritar-, en esas exprimió sin fuerza hasta que la mielcita aquella empezó a caer en la quemadura.
¿Te duele, papi? le preguntábamos mi hermano y yo y papá, poniéndose las gafas de sol para ocultar las lágrimas, nos respondía con un movimiento de cabeza que no. No le creímos, pero insistió en su no hasta que dejamos de preguntar. La curación duró unos cinco minutos, tiempo al parecer suficiente para que el producto obrara un poco y papá se sintiera mejor. Almorzamos, nadie recuerda qué, yo digo que pescado o sudado de pollo, en ese tiempo comía carne, ahora no.
Partimos del restaurante tras unas dos horas. El calor se intensificaba, la bebé lloraba, mi papá no dejaba de mirarse el brazo y mamá, pendiente de todos, se empezaba a enojar. Era el bochorno, a mamá la desespera. Al remolque nos ayudó a subir el conductor del camión, de él no tengo recuerdos, mamá tampoco y a papá no le pregunté porque el tema lo pone muy nostálgico.
Arrancamos a recorrer los Puertos: Puerto Salgar, Puerto Liévano, Puerto Libre, Puerto Boyacá, Puerto Nare, Puerto Berrio. Puertos y más Puertos, hasta que por fin, tras un desvío por la Troncal Magdalena, dejamos todos esos pueblitos atrás y llegamos a Barrancabermeja. Nos metimos por la calle 37 a salir a la carrera 28 que en un punto iba a dar a la calle 52. Nos atravesamos por media ciudad hasta llegar, por esa calle, al Muelle Barrancabermeja.
Allí pasamos la noche, en el camión, a la espera de que amaneciera y nos pudieran dar el tiquete para subirnos al planchón. Un bloque gigante de concreto con motor, por explicarlo de alguna manera, en donde se movilizaban a través del río Magdalena los carros que querían pasar hasta Yondó.
Yo sentía que no nos movíamos ¿mami, por qué la plancha no se mueve? preguntaba con ansias. La respuesta me la dio un joven que se veía viejo y malo. Llevamos tres horas en movimiento mana, me dijo. Quedé espantada. No volví a abrir la boca hasta que en un punto le hicieron señas al conductor de cómo debía avanzar para tocar tierra y comprendí que habíamos llegado. Después mamá me explicó que el señor tenía un trabajo no muy bueno, era paramilitar y eran ellos los encargados de ese tipo de transporte. Fue ahí que descubrí que ese había sido un viaje peligroso y sentí miedo.
Pero ese pensamiento había terminado como quisiera yo que terminen algunos recuerdos, de buenas a primeras. Empezamos a entrar a Yondó. Árboles a lado y lado de la carretera formaban una entrada preciosa al pueblo que me dio y me quitó tanto.
Este viento de ahora, en el balcón de mi casa y los árboles que veo lejos en la montaña me recuerdan esa entrada ¿cómo estará ahora Yondó? me pregunto y me niego a buscar respuestas. Esas son preguntas que se lleva el viento ¿por qué el viento no se lleva, también, mis recuerdos?