De ver pasar |
Acaba de morir Popeye, y no precisamente Popeye el marino, el eterno enamorado de Olivia, esa chica brusca y anoréxica, cuya falta de modales la hacían más sensual a los ojos y brazos de un marino dicharachero, acostumbrado a comer espinacas para mantenerse en forma.
El que acaba de morir, a raíz de un cáncer, fue conocido en el mundo del hampa como alias Popeye. Supimos de él en los años ochenta, esa década oscura en la que el país se acercaba al abismo de la anarquía gracias a la confluencia de una serie de implosiones sociales y políticas para las que no había Estado, más allá del estado de sitio en que nos moríamos de miedo.
Admito que nunca me agradó alias Popeye. Me parecía un tipo fanfarrón, ordinario, megalómano y aprovechado, un youtuber de la culebrería: cuando supo que todos sus cómplices, con quienes cometía crímenes atroces habían muerto, se dedicó a hablar, que es lo que suelen hacer los fanfarrones. “Habla más que un recluta en su primera licencia”, reza la sabiduría popular. Al que aludo tenía la capacidad de hablar por un contigente de soldados.
Alias Popeye nunca supo qué era el realismo mágico, a pesar de que fuera producto de su atmósfera alucinada.
¿Qué tiempo iba a tener para leer un párrafo real-maravilloso si vivía pegado a las series de Netflix? En especial aquellas en las que algo de su vida criminal se contaba. Solo, alias Popeye era un pobre diablo. Acompañado de su jefe del municipio de La Estrella, era un peligro ambulante, un sicario peligroso hasta para Rosario Tijeras.
Su patrón le enseñó que matar podía convertirse en un oficio tan rentable como ser caudillo de un directorio político.
Alias Popeye hablaba en cifras de sus crímenes. A lo mejor pensó: si en Cien años de soledad se afirma, con marcada imprecisión, que en la Masacre de las Bananeras “Debían ser como tres mil” los muertos de la estación del tren de Macondo –así lo aseveró el recién resucitado José Arcadio Segundo Buendía–, qué más da decir que mis crímenes debieron ser como trescientos, seiscientos, como dosmil cien. La cifra no importa. Estamos acostumbrados a las cifras desbordadas: las del desempleo, las de la corrupción, las de los asesinatos contra los líderes sociales, las del Dane. Lo nuestro es la desmesura. Escuchen a Aida Merlano, o a su hija, la que aspira a ser sexóloga para comprender el misterio de alcoba de Ángela Vicario.
Tampoco importa alias Popeye, ni lo que aseveraba, ni los supuestos nexos con la clase política corrupta que denunciaba, ni los secretos que decía conocer de su Patrón. Importaba su puesta en escena, su Yo me llamo. Porque lo nuestro, para ser justos, es la emulación. Alias Popeye era un émulo y al saber que su jefe había caído, acribillado sobre unas tejas de barro, dedicó su vida a crear un relato a su favor. Olvidó decir que fue el primero de los lugartenientes de Escobar en entregarse a las autoridaes. Olvidó contar que buscó rebaja de penas al convertirse en delator, en buchón, mientras su jefe, el hermano de Osito y primo de José Obdulio, se escondía en la urbe con desfachatez e ingenio. Hasta tiempo le quedaba en las noches azarosas a este hombre, antiguo ladrón de lápidas y contrabandista de Marlboro, para leer las tramas de espionaje de Tom Clancy.
Aquí el detalle está en quién le enseñó a alias Popeye a matar, a transformar el crimen en una empresa, a lo Capone, a lo Dillinger. Se llamaba Pablo Escobar Gaviria y en su historial de vida este es el dato más importante: era uno de los hijos más queridos de doña Hermilda, una matrona, profesora de escuela, educada en el catecismo paisa: “Consiga plata, mijo, honradamente, y si no, consiga plata, mijo”.
Mírenlo en esta exposición callejera. Es el primero de la izquierda, aunque este hombre en vida solía actuar con sus aliados desde la extrema derecha. Si bien fue un hombre oridinario como alias Popeye, atacado por el acné, pajizo y fanático del fútbol local, tuvo la proeza de amasar una gran fortuna con el transporte ilegal de drogas. Y ese tipo de gente, capaz de hacerse millonaria, nos gusta a todos: llámese Donald Trump; lllámese Walt Disney, el creador del pato Donald. La suya fue una fortuna enorme, tanto, que como en esas historias de Disney, Escobar tuvo su propio zoológico, solo porque a su hija menor le encantaban los animales exóticos: un delfín de agua dulce, las loras negras, los impalas y una tierna pareja de hipopótamos: esa especie animal gregaria que con los años se propagó por las aguas del río Claro, en el Magdalena Medio. Abatido el capo, quedaron libres por ahí, asustando a los lugareños, mientras se apareaban.
No cabe duda: es la gran metáfora fértil de este país salvaje.
He aquí a Pablo Escobar Gaviria convertido en un ícono de la cultura pop, como Dalí, como Frida, como las gordas de Botero, como El Quijote, como Gabriel García Márquez, en uno de cuyos libros el hijo de Luisa Santiaga se refiere a Escobar de este modo:
Era rechoncho, con zapatos de tenis y una chaquetilla azul claro de algodón ordinario, y se movía con una andadura fácil y una tranquilidad escalofriante. Villamizar lo reconoció a primera vista sólo porque era distinto de todos los hombres que había visto en su vida.
Estoy seguro que si Andy Warhol viviera, lo habría pintado, con vinilos y polvo de oro, en una lata de cerveza o sobre la fachada del Edificio Mónaco. Muerto el artista de La Factoría del Midtown en Manhattan, quedan los de la Calle de la Enseñanza en La Candelaria; los de las comunas agarradas como arañas a los cerros; siguen los artesanos que escuchan en las esquinas rumores convertidos en verdades; los que pintan en vivos colores el mierdero de esta vida temeraria. Los que no tienen ningún recato para exhibir, en la misma galería ambulante, lo que somos: un frívolo cuadro de costumbres pintado con la viva tonalidad del carnaval.