200 obras en 200 años de vida republicana y literaria

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Liderada desde las universidades de Caldas y Tecnológica de Pereira, un grupo de apoyo logístico hizo posible extender la invitación a participar en la convocatoria 200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas a cerca de cuatrocientos lectores y recibir de más de cien de ellos sus inventarios de obras para el respectivo cotejo. En esta empresa de animar la participación por redes y medios periodísticos fueron esenciales dos aliados: Fernando Alonso Ramírez, editor de La Patria de Manizales, y Jaime Andrés Monsalve, jefe musical y comentarista de Radio Nacional de Colombia.


 

La idea de conmemorar el Bicentenario de Colombia a partir del reconocimiento de su diversidad literaria, surgió de un diálogo entre amigos.

En la voz imaginativa de Octavio Escobar Giraldo tuvo origen la propuesta y tuvo además una finalidad: presentar sus efectos en la X Feria del Libro de Manizales en el mes de agosto.

La iniciativa me pareció descabellada si admitimos que los nuestros son tiempos anarquistas, demoledores y refractarios a la canonización que el fallecido Harold Bloom, el chico de Yale, propuso sobre la literatura en Occidente, con base en el brillo eterno de un discurso mayor: el evangelio según Shakespeare.

Pero luego pensé que nada descabellado puede salir de la mente de un escritor que se renueva en cada una de sus novelas y nada más descabellada que la realidad misma del país, tan exótica como violenta. De modo que

elaborar una lista de obras y autores con un sentido plural, en un país donde abundan las listas de los más buscados en el alto y bajo mundo, podía constituirse en una práctica intelectual que derivara en un sano ejercicio de la memoria y en una selección de gustos y preferencias individuales.

Pensar en una lista de doscientas obras parecía una empresa difícil de llevar a cabo, aunque sonaba distinta de aquellas que medios como Semana, Libros & Letras, aldia.co y Arcadia habían promovido a menor escala, bajo la orientación de un consejo editorial.

La nuestra sería liderada desde las universidades de Caldas y Tecnológica de Pereira, y en especial de sus programas de literatura. Así que había que buscar un aliado en ese ámbito, alguien con la experiencia del profesor César Valencia Solanilla, director de la Maestría y el Doctorado en Literatura, con quien pudiéramos idearnos una metodología, una forma de convocatoria que aglutinara a lectores de variada índole. Darle un tinte académico y respaldo institucional a la propuesta garantizaría una transparencia frente a quienes aceptaran el reto de atender a la convocatoria.

Al hacerse público el propósito fue claro:

seleccionar, desde la sensibilidad del lector crítico y atento al devenir de la expresión literaria colombiana, lo más significativo en obras y autores que su sensibilidad le dictara.

La experiencia fue tan rica en matices como múltiple en los perfiles de los más de cien lectores que enviaron sus listas: estudiantes de literatura, profesores, investigadores, historiadores, cronistas, poetas, abogados, escritores, en fin: lectores entusiastas, dispuestos a sacrificar un mundo para disfrutar de un libro.

Un grupo de apoyo logístico hizo posible extender la invitación a participar en la convocatoria 200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas a cerca de cuatrocientos lectores y recibir de más de cien de ellos sus inventarios de obras para el respectivo cotejo. En esta esta empresa de animar la participación por redes y medios periodísticos fueron esenciales dos aliados: Fernando Alonso Ramírez, editor de La Patria de Manizales, y Jaime Andrés Monsalve, jefe musical y comentarista de Radio Nacional de Colombia.

Ahora bien, lo que se observa en el listado que se reveló el 13 de agosto en la X Feria del Libro de Manizales es la verificación de obras y autores de lo más representativo de nuestra literatura, tanto por el periodo que abarca entre los siglos XIX y lo que llevamos del XXI, como por la presencia de géneros con límites borrosos. Quizá por eso no sea del todo fácil interpretar su contenido a la luz de lo que implica reconocer la existencia de una breve tradición literaria y dentro de ella, la pervivencia de obras canónicas en la memoria de unos lectores idóneos. Lo que sí podemos arriesgar son unas miradas parciales sobre ese registro.

 

 

¿Por qué La voragine (1924) de José Eustasio Rivera fue la primera obra escogida, seguida de Cien años de soledad (1967) de García Márquez? Esta contienda es, cuando menos, irónica, sobre todo si recordamos que García Márquez en 1950, al exponer su balance de la tradición literaria y al hacer eco de lo que Manuel Mejía Vallejo y miembros de la Academia de la Lengua consideraban lo más relevante de esta tradición, se refiere con desdén a las obras y autores que serían clásicos, entre ellos, dice García Márquez, “(…)  a Rivera, con esa cosa que se llama La vorágine y a Jorge Isaacs con María”.

Pues bien, en este listado María ocupa un honroso cuarto lugar. ¿Prefieren los lectores las selvas del sur, con sus árboles lechosos, góticos, al Macondo caribeño, con su fiebre del olvido y el banano?

Quizá en ambos delirios se halle nuestra proclividad al conflicto y a la barbarie que han inducido el colonialismo y sus empresas trasnacionales.

De otro lado, ¿por qué obras tan complejas en estructura formal y en las que el lenguaje se pone en situación, como Suenan timbres (1926) de Luis Vidales, Cuatro años a bordo de mí mismo (1934) de Eduardo Zalamea Borda, La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975) de Albalucía Ángel, La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa, Changó, el gran putas (1983) de Manuel Zapata Olivella y Sin remedio (1984) de Antonio Caballero, aparecen en el top de las quince primeras?

 

 

Como estudioso y entusiasta de la literatura no tengo más que sospechas. Me declaro, no obstante, sorprendido por su elección.

Puesto que estamos en los terrenos de los lectores, será necesario reconocer cómo éstos han evolucionado con la modernización del país y en ellos, en su criterio, tal vez debamos reconocer las huellas de grandes lectores, intelectuales que nos enseñaron el difícil arte de saber leer: Baldomero Sanín, Hernando Téllez, Eduardo Zalamea, Hernando Valencia Goelkel, Ernesto Volkening, Carlos Rincón y Rafael Gutiérrez Girardot.

Estas primeras obras del listado desvelan el carácter experimental de autores que en su tiempo debieron declararse en rebeldía frente al legado que recibían de sus mayores.

Un legado, una tradición que miró con sorna las expresiones vanguardistas de León de Greiff, Luis Tejada y Luis Vidales, y que prefirió quedarse en la imitación de los gestos del romanticismo decimonónico, en el color local de los cuadros de costumbres, en las simulaciones ampulosas del grecolatinismo y en la prédica de una moral cristiana que no perdonó el suicidio de José Asunción Silva, mientras bendecía los afectos al poder político de los hombres de letras, siempre y cuando se alejaran, obedientes, de toda expresión de insurgencia estética.

Si bien se impone la novela como género, los lectores no desestiman la poesía, el cuento, el ensayo y el teatro.

Destaco una sutil apertura hacia géneros híbridos, propios de tiempos modernos y de una marcada influencia anglosajona: el testimonio, las memorias, la crónica, la biografía, es decir, todo aquello que podría englobarse en el periodismo narrativo o literario, en cuyo caso, habría que destacar algunos pioneros en la historia del país: Emilia Pardo Umaña, Ximénez (José Joaquín Jiménez), Felipe González Toledo, García Márquez, Antonio Montaña, Cepeda Samudio, Plinio Apuleyo, Daniel Samper Pizano y Germán Santamaría.

Los más puristas podrían reclamar que este listado desatiende las obras clásicas

ligadas al romanticismo de Julio Arboleda y José Eusebio Caro, al centenarismo de Marco Fidel Suárez y Guillermo Valencia, al costumbrismo de su mejor exponente, Tomás Carrasquilla y al grecolatismo que practicaron Silvio Villegas y Bernardo Arias Trujillo. Algunas de sus obras, sin embargo, aparecen aquí –La marquesa de Yolombó (12), Risaralda (35), Manuela (42), Cantos populares de mi tierra (53),  Ritos (75), El alférez real (80), Diana cazadora (93), Las convulsiones (116), Pax  (126), El moro (130), Por el atajo (151), Ibis (162)–, solo que la prioridad en gustos y tendencias de los lectores contemporáneos parece estar centrada en otra parte.

 

A propósito de otra parte, lo que más interesante descubro en este listado es el rescate de obras y autores, como si un consenso implícito nos obligara a recordar que la nuestra es una literatura en la que es urgente revalorar, revisitar, volver a los archivos.

Ahí está la obra de Fernando González –Viaje a pie (29)–, de Soledad Acosta de Samper –Una holandesa en América (129)–, de Pedro Gómez Valderrama –La otra raya del tigre (14)–, de José Asunción Silva – De sobremesa (20)–, de Eduardo Caballero Calderón –El cristo de espaldas (22)–, de Manuel Mejía Vallejo – La casa de las dos palmas (24), El día señalado (40), Aire de tango (50)–, de Arnoldo Palacios –Las estrellas son negras (42)–, de Marvel Moreno –En diciembre llegaban las brisas (39)–, de León de Greiff –Variaciones alrededor de nada (43)–, de José Antonio Osorio Lizarazo –La casa de vecindad (55)–.

 

 

La lista excepcional continúa y se bifurca con donaire en el momento en que el Grupo de Barranquilla, inspirado por el magisterio del catalán Ramón Vinyes, y los intelectuales que rodearon la publicación de las revistas Mito (1955-1962) y Eco (1960-1980), decidieron ampliar un diálogo con la cultura, por ese camino que avizorara Borges en 1932: “Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental”.

Son varias las sospechas que quedan por plantear a modo de balance. Por ejemplo, interpretar,

más allá de ideologías provenientes de los estudios culturales, el lugar que aquí ocupan las obras de mujeres: quince de doscientas. El lugar que se le ofrece a los libros de cuento: diecisiete. La escasa presencia de libros de ensayo: doce. La casi nula de obras de teatro: dos.

Hay aquí, por otra parte, una destacable presencia de los autores de la región del llamado Gran Caldas en la lista ideal. ¿Obedece este asunto a la circunstancia de que muchos de los lectores que atendieron la convocatoria 200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas tienen lazos afectivos con esta parte de la geografía del país? Lo cual nos obliga a considerar que si esta convocatoria se aplicara en cada una de las regiones en que se subdivide Colombia, los resultados podrían variar indiscutiblemente.

Lanzo un presagio: ponderar esas listas para aventurar una sola constituiría un trabajo enorme, el germen de una suerte de nueva Expedición Literaria Contemporánea que exigiría mayores recursos humanos.

¿Quiénes podrían sobrevivir a esta aventura expedicionaria? Solo los más fuertes, con seguridad y en esta primera lista que nació como idea en la voz imaginativa de Octavio Escobar, se perfilan ya unos guerreros. Le corresponderá a cada lector aceptar el desafío y escoger a los indestructibles. Recomiendo expulsar, sin miramientos, a Gabriel García Márquez de la isla que engloba el territorio bautizado por León de Greiff como el monótono país del sol sonoro. Digámoslo sin ambages: es apremiante expulsar a ese viejo con unas alas enormes, “náufrago solitario de alguna nave extranjera”, ya que no lo derriban ni los más fuertes temporales vallejianos del Caribe.

 

El texto viene acompañado con el listado completo de las obras, el cual pueden consultar haciendo clic aquí

 

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(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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