Pero el asunto va más allá de la devoción por un balón: muchas familias a las que, en principio, no les interesaba mucho el fútbol hicieron de la copa un pretexto para reencontrarse.
Corazón delator
Luisa y Fernando se conocieron en una de las tribunas del estadio “Alberto Mora Mora”, el legendario “Fortín de Libaré “donde el Deportivo Pereira de Ávalos, Calonga y Colombo hizo morder el polvo a los equipos más encumbrados de la época de El Dorado.
Aunque los clubes y jugadores que los convocaban eran mucho más modestos. En el caso de Luisa venía a acompañar al equipo del Terminal de Transportes, dirigido por Carlos Arturo Toro, un desgarbado defensor central que jugó varias temporadas con el Deportivo Pereira de la primera división.
A Fernando simplemente lo atraía la pelota: el Deportivo Pereira casi nunca llegaba a las finales y la vida se le volvía insoportable si no estaba sentado en una gradería gozando las gambetas de algún incontrolable puntero izquierdo nacido en Guapi o las atajadas imposibles de uno de esos arqueros que volaban de palo a palo, según la retórica al uso de los comentaristas deportivos.
Todavía estaban lejos los tiempos de la televisión satelital y las opciones de disfrutar los juegos de las ligas poderosas del mundo eran nulas. De modo que a un enfermo de fútbol le quedaban pocas alternativas para curarse su adicción. Una de ellas era la Copa Ciudad Pereira.
Así que los caminos de Luisa y Fernando se cruzaron una noche de martes en la tribuna principal del Mora Mora. Mientras uno de los defensores del Terminal intentaba conjurar una sucesión interminable de pases del contendor, ellos sintieron por primera vez que algo se alteraba en el ritmo de su corazón delator.
Como en el Olaya
Corría el año 1982 cuando al dirigente deportivo Augusto Ramírez asistió a un partido que le devolvía al fútbol su condición de hijo del barrio. Se trataba de uno de los juegos del “Hexagonal del Olaya” un torneo escenificado al sur de Bogotá, que convocaba a miles de aficionados durante la temporada de final y comienzo de año, cuando la liga profesional entraba en receso.
Allí se daban cita jóvenes promesas que apenas despuntaban a la adolescencia y viejas glorias ya retiradas del fútbol profesional, pero con el talento intacto.
Caterpillar Motors era uno de los equipos que animaban el torneo
“Esto tenemos que hacerlo también en Pereira” se dijo Ramírez y se la pasó dándole vueltas a la idea en la cabeza durante el viaje de regreso. Si bien la capital de Risaralda era una ciudad más pequeña, el fervor por el fútbol y la cantidad de barrios donde la pasión de la pelota es casi la única opción para el uso del tiempo libre le insuflaban fuerza a la idea.
“Nada más con la gente de Alfonso López, Kennedy, Libaré, Berlín y Corocito tiene uno para empezar”, se decía el dirigente mientras imaginaba una primera estructura para el arranque.
Luego de la inauguración del estadio “Hernán Ramírez Villegas”, ubicado en cercanías del aeropuerto Matecaña, el Mora Mora cayó en el abandono. Las graderías se deterioraron y el césped llegó a ser más apto para el pastoreo de vacas que para la práctica del fútbol.
Pero si se recuperaba sería la sede natural para un torneo que, todavía en la cabeza de su fundador, ya ostentaba el nombre de Copa Ciudad Pereira.
En ese mismo año de 1982 se dio la patada inicial de un torneo que lleva tres décadas y la mitad de otra animando la vida de los amantes al fútbol durante la temporada de Navidad y Año Nuevo.
Pero el asunto va más allá de la devoción por un balón: muchas familias a las que, en principio, no les interesaba mucho el fútbol hicieron de la copa un pretexto para reencontrarse. Ya es moneda común toparse en las tribunas del Mora Mora con risaraldenses emigrados a distintos lugares del país y el mundo durante las últimas décadas, que asisten a los partidos con la certeza de que aquí se encontrarán con amigos y conocidos a quienes no ven desde hace cinco, diez o veinte años.
Darío Arcila y Pablo Carvajal son un buen ejemplo. El primero está radicado en New Jersey desde hace treinta años. Su negocio “Arcila Shoerepair” es visitado por una clientela de origen judío que reconoce en su trabajo la calidad de los viejos artesanos ahora en trance de desaparición.
Por su parte, Pablo vive desde hace quince años en Australia, donde el profesionalismo de los colombianos en el campo de la construcción no tiene reparos.
Darío nació y creció en san Judas ese populoso sector que se extiende a orillas del río Otún y de donde cada año parten unas cuantas decenas de muchachos a rebuscarse la vida en remotos confines de la tierra.
Pablo llegó a Pereira en compañía de sus padres en el año de 1979. Consiguieron vivienda en san Nicolás, donde su viejo llegó a ser oficial de construcción bastante solicitado por un vecindario en permanente crecimiento. De allí partió hacia Australia en 1991 invitado por unos ingenieros contratados por una importante compañía de ese país.
Y aquí están, reunidos por una pelota en este diciembre de 2017, treinta y cinco años después de que el equipo de Heladería Tropical venciera a la Selección de Cuba, en una final cuyo recuerdo todavía hace vibrar de emoción a los devotos seguidores de la copa desde su primera edición.
Te acordás hermano
Raúl Correa, un vendedor callejero fanático de la salsa, recuerda que en la Copa Ciudad Pereira jugaron René Higuita y John Jairo Tréllez cuando apenas eran un par de adolescentes que amasaban sus esperanzas en la selección Antioquía dirigida por Luis Alfonso Marroquín.
“La gente se olvida de que aquí jugó el Chicho Serna antes de pasar a Nacional y dar el salto hacia Boca Juniors”, dice Raúl y suelta una risotada sin dientes que despierta de su letargo a Ramón, un perro envejecido que le hace compañía en su trajinar calle arriba y calle abajo.
Pero no son solo ellos. Por aquí también pasaron José Fernando Santa y Juan Carlos Osorio, cuando apenas despuntaban en el fútbol. Osorio, oriundo de Santa Rosa de Cabal, es hoy el entrenador de la selección mexicana, clasificada al mundial de Rusia 2018.
Hoy los equipos ostentan otros nombres: Andrés Escobar, Escuela Sócrates Valencia, Audifarma, Comfamiliar. El sol de diciembre pone a prueba las fuerzas de los futbolistas que intentan sobreponerse a los treinta grados de temperatura que se abaten sobre sus espaldas.
Entretanto, Luisa y Fernando se resguardan a la sombra en compañía de su hijo Luis Fernando, veinticinco años, Ingeniero Mecánico, ciclista, jugador de baloncesto y practicante de tejo, que empezó a nacer una noche de martes en que el camino de sus padres se cruzó justo en esta gradería.
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