Por eso los vecinos de este sector llevan el río puesto como una segunda piel. Conocen sus remolinos, sus encantos, sus espumas y sus peligros.
La clase obrera va al paraíso
“Tirar baño en La Curva” es lo más parecido a la dicha terrenal para las familias de El Rocío, Caracol- La Curva, La Unidad y otras barriadas habitadas por personas que sobreviven casi siempre de la economía informal y de oficios como la construcción para los hombres y el trabajo en casas de familia para las mujeres.
Las esperanzas no van mucho más allá. Pero el río Consota con sus charcos y recodos ha significado siempre una forma del olvido y una fuente de purificación.
Cada fin de semana, sobre todo si hay verano , abuelos, padres, hijos, nietos y vecinos arman un fiambre con lo que encuentran a mano, compran una gaseosa en la esquina y emprenden la caminata hacia los charcos formados con troncos, piedras y ramas que represan las aguas y forman piscinas naturales donde todos se limpian de los afanes de la semana: los trabajos mal remunerados, las peleas con el vecino, los tormentos del desamor, las malas calificaciones en la escuela, el pan que no llegó a la mesa, la derrota del equipo idolatrado.
Así ha sido desde hace por lo menos un siglo. Por eso los vecinos de este sector llevan el río puesto como una segunda piel. Conocen sus remolinos, sus encantos, sus espumas y sus peligros: en cualquier momento, si se desencadena una tormenta aguas arriba, puede arrasarlo todo como un animal enloquecido.
Por eso se cuidan de sus aguas mansas.
La ruta de la sal
Cosas de la vida. Muchos de ellos ignoran que este fue un importante centro de actividad económica, no solo para el área de influencia, sino para la corona española.
Aquí nada más, si el caminante se desvía de la carretera que conduce a Armenia, a unos cuantos pasos del puente encuentra la entrada a El Salado de Consotá, antiguo enclave de los pueblos indígenas que habitaban esta zona. Como en tantos lugares del continente americano, aquí abundó la riqueza.
Aparte de estar rodeado por las quebradas El Chocho y La Mina, las fuentes de oro, cobre y agua salobre hicieron de El Salado un centro de intercambio comercial con grandes repercusiones en la vida social y económica de estos pueblos.
El peso de la sal como moneda de cambio y como elemento esencial para la conservación de los alimentos le otorgaron un valor tal, que ya desde los tiempos del conquistador Jorge Robledo se mencionaba en las crónicas la forma como los aborígenes habían diseñado un modelo de producción y distribución que llevó a los españoles a imponer tributos al comercio como una manera de robustecer el fisco.
Quién sabe. A lo mejor el cronista Pedro Cieza de León se bañó en estas aguas. Porque al menos describe muy bien “una fuente de agua denegrida y espesa” que los indios procesaban con diversos aparejos hasta obtener la sal.
Es tan rica esta tierra que, según los registros, el Cacicazgo de Consotá debía tributar 60 mantas, 6 aves, 5 fanegadas de maíz, media fanegada de fríjol, 2 almudes de yuca, 2 arrobas de sal, 2 libras de algodón, media arroba de cabuya, aparte de 10 piezas de loza y pescado.
Quizás en un gesto de gratitud por semejante fertilidad, los productores de esa riqueza dejaron constancia de su paso por estas tierras en unas piedras conocidas como “Las marcadas” descubiertas en el sector de Tribunas, en el lecho de una pequeña quebrada que serpentea ladera abajo buscando las aguas del Consota.
Allá en Morroazul
La historia empieza a 2200 metros sobre el nivel del mar. Desde allí se desprende un hilo de aguas heladas que más abajo recibirá el tributo de las quebradas El Incendio y El Manzano. Entonces empieza a cobrar forma de río.
Por aquí cerca pasó la ruta de El Libertador y cruzaron las caravanas de colonizadores que bajaron del suroeste de Antioquia buscando el paso hacia el Tolima.
Pero eso fue mucho después: en el principio estos fueron reinos de quimbayas y pijaos. Por eso el río lleva el nombre de uno de esos guerreros: Consota. Morroazul es el nombre del cerro donde nacen estas aguas que después de discurrir por una garganta encerrada por sectores como La Bella, El Jordán, Tribunas y Mundo Nuevo, toma una línea paralela a la del Otún, el río hermano que bordea la ciudad por el otro costado.
De hecho, la calle diecinueve de Pereira, bautizada con el nombre de Calle de La Fundación, es parte del camino que conectaba a los dos ríos. Cientos de trochas surcan las montañas y forman un tejido que los aventureros recorrían en busca de sal o en procura de una ruta que los condujera a los cauces del Cauca o La Vieja.
Al lecho de este último van a parar las aguas del Consota. Pero para llegar hasta allí, primero deben pasar bajo el puente de La Curva, allí donde habíamos dejado a los bañistas. Unos dos kilómetros más abajo está El Vergel, un sitio de peregrinación de jipis y de parejas furtivas que en los años sesenta y setenta del siglo anterior se consagraban a los goces del cuerpo dorándose como cangrejos bajo el sol de agosto, sin más lecho que unas piedras enormes y planas que hoy permanecen allí, indiferentes a los cambios de la ciudad, como testigos de tiempos mejores.
Esa será mi casa
Don Evelio García tiene otra manera de ver el río. Hace sesenta años llegó de Belalcázar, Caldas, animado por dos propósitos: escapar de la violencia entre liberales y conservadores y de paso hacerse a una vivienda para su familia. Tiene la piel curtida y las manos callosas de lidiar con la piedra, la arena y el ladrillo que le ayudaron, como a cientos de inmigrantes, a levantar su casa con material sacado de las aguas del Consota, a la altura de lo que hoy es La Ciudadela Cuba.
“Eso fue por allá en 1960, cuando llegaba gente de todas partes huyendo de las matanzas. En compañía de mis padres levantamos un rancho cercano al río. De allí tomábamos el agua para el alimento y el aseo. Después, cuando conseguimos trabajos, pensamos en la necesidad de construir una casa mejor. La idea era ahorrar para el cemento y el ladrillo, porque la arena, la piedra y el agua la teníamos en el Consota. Duramos cinco años trabajamos de sol a sol, hasta que tuvimos una casa decente donde meternos. Todavía tengo vivo el recuerdo del día en que bajamos de Belálcazar con una mano adelante y la otra atrás. Mi papá, que había pasado por las verdes y las maduras, señaló con el dedo un lote enmalezado a unos cuarenta metros de las aguas, nos miró a mi mamá y a mis dos hermanos y dijo con esa fe que no lo abandonaba nunca: esa será mi casa”.
De aquí en adelante, el río tendrá que pasar por Galicia, un rosario de casas edificadas sobre los antiguos rieles del ferrocarril, antes de emprender el suave descenso que lo conduzca a su abrazo con las aguas de La Vieja, allá abajo en el Valle del Cauca, en ese Cartago cuya historia, igual que la del Consota, está tan entrelazada al devenir de Pereira.