En las simas de la locura

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Pynchon en cada uno de sus libros renueva  su voluntad  de señalar las lacras de una sociedad cuyo único valor supremo es el consumo sin límites, no importa si para eso debe arrasar el planeta entero en nombre de valores tan sugestivos como la democracia y la libertad.


I

Los nuevos dioses

En la hora crepuscular de América, las cámaras de CNN  vienen a ser el ojo de Dios y sus reporteros los encargados de anunciar el  preludio del fin del mundo.

Algo así como una sucesión de imágenes inconexas, con música de Wagner al fondo.

Estuvieron en las guerras del Golfo y registraron cada detalle del atentado a las Torres Gemelas.

Y todo con esa atroz forma de la asepsia de quien es capaz de convertir  lo más terrible en espectáculo informativo empacado al vacío.

Al menos así lo muestra el novelista Thomas Pynchon, acaso el más feroz y lúcido contradictor de los antivalores sobre los que se asientan las miserias de su país.

Las políticas, las económicas, las religiosas y las culturales.

El escritor no se cansa de repetirlo: no se puede esperar mucho de una sociedad que grabó a sangre y fuego la frase  In God we trust sobre los billetes de dólar.

En cada uno de sus libros, desde V, fechada en 1963, hasta Al límite, publicada en 2103, su obra de ficción, que incluye además el libro de cuentos titulado Un lento aprendizaje, renueva  su voluntad  de señalar las lacras de una sociedad cuyo único valor supremo es el consumo sin límites, no importa si  para  eso  debe arrasar el planeta entero en nombre de valores tan sugestivos como la democracia y la libertad.

 

 

La novela Al límite – con un título más certero en inglés: Bleeding Edge– se ubica en la Nueva York del año 2001 y nos permite asomarnos, calle a calle, rostro a rostro, a las mismísimas simas de la locura americana.

Es la Nueva York donde deambulan almas en pena, arrojadas en las cuatro direcciones luego del estallido de la burbuja tecnológica: la de la quiebra de las empresas punto.com, nacidas, catapultadas y destruidas en unidades de tiempo que ni siquiera les permitieron a los nuevos ricos saber que lo eran: estaban demasiado ocupados bailando en las discotecas, esnifando todo lo susceptible de estimular las terminales nerviosas del cerebro, fornicando en los baños de los restaurantes y conduciendo a toda velocidad sus automóviles Porsche.

 

 

En esos territorios se mueve Maxine Tarnow, madre de dos chicos, divorciada sólo a medias de su ex marido Horst y directora  de una más bien  pequeña agencia de investigación especializada en delitos económicos.

 

II

La náusea

 

En su trabajo se encuentra con los torcidos manejos de una empresa denominada hashlingrz.com, cuya madeja de trampas la vincula a negocios con paraísos fiscales y países de Oriente medio.

A medida que recorre el camino, acompañada casi siempre de delincuentes de alta peligrosidad que juegan a parecer honestos, Maxine desciende, uno a uno, por los distintos círculos del infierno, ubicados esta vez en lo que los expertos llaman La web profunda: una bolsa de valores donde se trafica con todas las formas del mal: armas, drogas duras, tierras propias y ajenas, prostitución, hardware nunca visto en la superficie de la tierra, pornografía más allá de todo límite.

 

 

En los entremeses, tiene que habérselas con operaciones, encubiertas o no, de la CIA, el FBI, la DEA y otras agencias encargadas de mantener ajustadas las tuercas para que el imperio no se desplome del todo.

Todas esas cosas juntas representan para Pynchon   los otros rostros de  una sociedad hipócrita y puritana  hasta el tuétano.

Emanaciones mortíferas del alma del capitalismo tardío, que en los listados del registro civil ostentan nombres como March, Cornelia, Reg, Bev, Igor, Ice y un interminable catálogo de existencias empujadas a partes iguales por el miedo y la codicia.

Ahí tenemos a March, por ejemplo: una furiosa sobreviviente de tiempos mejores, convencida de que términos como Bush y culo son sinónimos.

 

 

George Bush hijo: el gran careculo de la más reciente epopeya norteamericana.

Toda una declaración de principios de una anarquista del siglo XXI: es decir, portadora de una utopía sin esperanza.

Parpadeando al modo de un ojo insomne, la errática  aventura de Maxine revela paisajes como este:

“No es un vecindario prometedor. Si existiera un Robert Moses de la  Red  profunda, estaría gritando: ¡Echadlo  abajo ya! Ruinas de antiguas instalaciones militares, órdenes desactivadas hace mucho, como si las torres de transmisión del tráfico fantasma siguieran irguiéndose en promontorios remotos, en la oscuridad secular, con sus armazones corroídos  y descuidados en los que se enhebran enredaderas y hojas de un desvaído verde ponzoñoso, utilizando frecuencias tácticas abandonadas para operaciones que hace mucho se fundieron en el silencio… Misiles destinados a derribar bombarderos rusos a propulsión, que no llegaron a desplegarse, están esparcidos en piezas, como si los hubiera recogido una población angustiosamente empobrecida que sólo emerge en las horas más profundas de la noche…”

En las  simas  de la locura. Eso es lo que quiere transmitirnos el narrador de la novela. Por eso no es azarosa su mención de Robert  Moses, el gran devorador de tierras, lotes, plazas y edificios viejos. La voraz metáfora de un mundo como el del sector inmobiliario,  cuya única consigna válida es la de tierra arrasada.

La misma que utilizaron los primeros colonos para destruir o confinar en reservas a los pueblos indígenas que encontraban a su paso.

¡Derribad y edificad! No importa si vosotros mismos termináis sepultados bajo los escombros: he ahí otro de los lemas de esos Estados Unidos desnudados por Thomas Pynchon en cada uno de sus libros.

Y todos narrados con ese lenguaje hijo del delirio tomado de las subculturas sobre las que se soporta el andamiaje  existencial del norteamericano promedio: el cine, la televisión, los cómics, los periódicos, los deportes de multitudes y  el rock and roll, música que constituye de hecho la banda sonora de los personajes que alientan en sus novelas.

 

 

III

El olor del desastre

 

Cuenta la leyenda que uno de los pioneros que llegaron a las costas de América tuvo un sueño perturbador durante su travesía por el Atlántico: vio entre la bruma del tiempo cómo el lugar donde se fundaría New Amsterdam terminaba convertido en una gigantesca letrina alimentada con la mierda y la basura de todos sus  habitantes.

Maxine sueña una noche con una variante de esa profecía:

“Esa noche sueña con un Manhattan-que-no-es-exactamente Manhattan,, una ciudad que ha visitado con frecuencia en sueños, donde, si te alejas lo bastante por cualquier avenida, la cuadrícula familiar empieza a deshacerse, se torna blanda y  la cruzan arterias de las afueras, hasta que llega a un centro comercial temático que ella comprende que ha sido deliberadamente diseñado para que parezca el escenario de las secuelas de una cruenta batalla de la tercera guerra mundial, carbonizado y destartalado, con tugurios abandonados y cimientos de hormigón quemados dispuestos en un anfiteatro natural, de modo que dos o tres plantas comerciales ascienden por una pendiente muy marcada, todo de un triste tono herrumbroso y sepia, y pese a su estado, ahí, en esos cafés, se sientan compradores yuppies que se toman despreocupadamente tazas de té, piden sándwiches  para yuppies rellenos de rúcula y queso de cabra, y se comportan casi igual que si estuvieran en Woodbury Common o en Paramus”.

A medida que se adentran en el espacio y en el tiempo, es decir en la Manhattan del 11 de septiembre de 2001, los protagonistas de la novela sienten la proximidad del límite: un cada vez más penetrante olor a ruinas quemadas. Es el olor de los cuerpos calcinados en Las Torres Gemelas, esa suerte de metáfora global en la que los norteamericanos empiezan a recoger la cosecha de los odios sembrados por los gobiernos de su país en todos los rincones del planeta.

El  narrador de Al límite expresa ese estado de ánimo en los versos de una de esas canciones, apócrifas o genuinas, que tanto le gusta citar a Pynchon:

 

Oh, mi cabeza ha

empezado a latir, y

a veces también,

uh, se retuerce…

y por la noche

me roba el precioso sueño

porque

late y se retuerce por ti.

(Voces femeninas)  ¿Por qué

se retuerce ¿por qué late?, me pregunto.

(Floyd) Uh, dímelo por favor, me está volviendo loco…

¿Es  que me han echado una maldición? Oh,

cálmate, retorcida

y, uh, punzante cabeza mía…

“Retorcida y punzante cabeza mía”.

 

De veras, suena a modo de plegaria entonada al unísono por todos los habitantes de  los Estados Unidos de América.

Epílogo

 

Toda forma de lucidez es atroz, en tanto en cuanto invalida cualquier ilusoria esperanza. Pero qué le hacemos, si  Thomas Pynchon está investido del don para dejarnos a la intemperie, desnudos y sin más compañía que el resplandor menguante de los propios huesos, agitándose en un borde sangrante.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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