El problema reside en que la información sobre el Sida ya no vende en los medios de comunicación
Más grandes que el amor
Cuando Luz Edna Villada leyó Más grandes que el amor, el libro donde Dominique Lapierre recrea la lucha de médicos, familias y pacientes frente al drama del VIH, entendió la enorme dimensión de un problema que , hasta entonces, solo había sido abordado desde las limitaciones clínicas, cuando no desde los prejuicios de orden moral y religioso.
Menuda, dicharachera y gran lectora, recrea lo que descubrió en las páginas de ese libro:
“La historia está ubicada a comienzos de los ochenta, cuando el Sida se hizo visible y empezó a hablarse de él con el tono que antes se utilizaba para referirse a la peste. Es decir, en un lenguaje apocalíptico que insinuaba un castigo divino por la supuesta depravación en que hemos caído los humanos.
“En ese momento entendí que se necesitaban miradas donde la exploración del universo privado de las personas afectadas ayudara a iniciar tanto el diagnóstico como el tratamiento. Pues bien: el libro de Dominique Lapierre me permitió ampliar esas miradas.”
Días de miedo
Cada 1° de diciembre, el mundo conmemora el Día Internacional de Lucha contra el VIH. Sin embargo, como sucede con todos los fenómenos mediáticos, el Sida ya no forma parte de la agenda, a pesar de que las cifras resulten abrumadoras: según estudios de la ONU, en este momento hay más de cuarenta millones de seres humanos afectados. Para 2020 se estima que hayan muerto setenta millones de personas.
A resultas de ese panorama, la esperanza de vida en África subsahariana ha bajado de sesenta y dos años a cuarenta y siete.
Con un agravante: el 95% de las personas afectadas por el virus se han contagiado por sostener relaciones sexuales sin protección.
El problema reside en que la información sobre el Sida ya no vende en los medios de comunicación, como en los días en que se desplegaron páginas y horas de emisión para registrar los detalles de la muerte de Fredy Mercury, la estrella de rock vocalista y líder de la banda británica Queen.
Lejos están los años cuando se dijo de todo: en un tono más bíblico que clínico, se aseguró que el VIH era el resultado de la cópula contranatura entre los humanos y los gorilas de ciertas zonas de África. Luego se aseguró que los negros de Haití, no contentos con propagar el vudú, se habían dedicado a hacer lo propio con el Sida. Otros juraban que la responsabilidad- y con ella la ira divina- caía sobre los homosexuales, los sodomitas y los drogadictos. Todos ellos fueron sometidos a cuarentenas cuyos únicos resultados visibles fueron el estigma y la consiguiente discriminación.
Y luego, como sucede con todas las acometidas de la furia divina, se hizo el silencio.
Tocando a las puertas del corazón
Para Luz Edna Villada esos no son motivos para desanimarse. Desde sus días de estudiante en la Universidad de Caldas supo que su profesión demandaba una gran dosis de paciencia y, ante todo, un hondo conocimiento de la condición humana. La palabra y el ejemplo de algunos maestros, y las letras de sus amadas canciones de salsa le ayudaron a definir el rumbo.
“Recuerdo el primer caso que atendimos en el área de Trabajo Social de Comfamiliar Risaralda, hace dieciséis años.
“Se trataba de una paciente en una situación durísima. Su esposo acababa de morir, y solo en ese momento supo que el señor estaba enfermo de Sida. Por lo tanto, el riesgo de que ella estuviera contagiada era altísimo. Y en efecto, unas rápidas pruebas clínicas lo confirmaron.
“Aparte de eso, la paciente en cuestión vivía en una condición de pobreza extrema. Tanto, que nos tocó ayudar a conseguir recursos para el entierro.
“De modo que la señora se vio enfrentada a dos duelos: el de la muerte del esposo y la certeza de su propia enfermedad.
“Por eso digo, y eso se lo aprendí a la doctora Gloria Inés Ruíz, que lo primero que uno debe tocar son las puertas del corazón de los pacientes. Si se abren, las cosas se facilitan un poco, porque uno puede tener una mirada en perspectiva del ámbito familiar, de la condición socioeconómica y de las preferencias y hábitos sexuales de las personas. En ese punto la comunicación se vuelve clave, porque de la capacidad para asumir el reto dependen en gran parte los resultados positivos del tratamiento que, no lo olvidemos, es de control, no de curación.”
La gran pregunta
“Doctor: ¿Cuánto me queda de vida?” Era la primera pregunta de las personas diagnosticadas como portadoras del virus.
Ese era el panorama en los ochenta y noventa. El registro detallado de la vida, padecimiento y muerte de personajes como el actor Rod Hudson no ayudaban mucho a tener una percepción distinta de las cosas.
“No podemos olvidar que en sus primeros tiempos el Sida fue calificado como “La furia de Dios”. Eso dice mucho de su asociación con las viejas plagas, concebidas como un castigo divino por el mal comportamiento de los humanos. Y ya sabemos lo que sucede cuando la moral se entromete en asuntos que no son de su competencia.
“En ese momento en Comfamiliar nos pusimos manos a la obra. Lo primero era decirles a los pacientes y sus familias que el VIH no es sinónimo de muerte. Y allí el papel de parientes y amigos resulta esencial, porque ellos constituyen lo que llamamos un bastón. Son los que animan al paciente y los que uno puede contactar cuando la persona no ha vuelto a la consulta o no ha respondido a las llamadas.
“En esos contactos uno debe ser muy sutil, porque a menudo se presentan situaciones complejas y difíciles como esta: un paciente homosexual nos dice que su mamá pertenece a una religión y lo presiona para que vaya a la iglesia para que le pida perdón a Dios por su “pecado”.
“¿Cómo se maneja eso?”
“De un lado están las creencias religiosas de las personas: algo delicado por donde se le mire. Por el otro está la relación madre-hijo, tan entrañable y conflictiva a la vez.
“En el medio se ubican los métodos científicos y el criterio de los médicos. Conseguir que esas miradas no choquen se vuelve a veces un asunto de magos. Mientras eso se resuelve, el virus no para de avanzar y el paciente vive al filo de contagiar a otros.”
Un código para la vida
A esa altura del camino, los profesionales deben acudir a otros recursos. Uno de ellos es la ley. Para eso se cuenta con el decreto 1543, que establece los derechos y los deberes de las personas portadoras del virus.
El derecho fundamental es la confidencialidad. La trabajadora social se compromete a no revelar su situación, ni siquiera a los familiares a no ser que el paciente lo disponga. Eso resulta vital en un medio marcado por los temores, el estigma y el riesgo permanente del aislamiento en el ámbito social y laboral.
A su vez, el deber central del paciente es de índole ética: debe comprometerse a utilizar todos los medios a su alcance para no contagiar a nadie más. Eso implica contarle su situación a toda posible pareja y, por encima de todo, utilizar el condón en cada relación sexual.
Dada la índole de los humanos, para Luz Edna Villada el desafío resulta descomunal.
“Insisto en que lo primero es cuidarse y de paso cuidar a las otras personas. El paciente no tiene por qué renunciar a los besos, las caricias y los abrazos que todos los seres necesitamos para vivir. Lo importante es que a la hora del sexo utilice protección. En mis conversaciones con más de cuatrocientos pacientes confirmo una y otra vez que lo más difícil es revelarle al otro la propia situación: siempre está presente el miedo al abandono y, en efecto, muchas personas huyen despavoridas.
“Pero hay que ser muy valiente a la hora de afrontar ese riesgo”.
Luz Edna tiene muy presente la historia de una pareja de campesinos caldenses. El hombre frecuentaba prostitutas en el municipio de Chinchiná y en una de sus visitas a los burdeles contrajo el virus. Contárselo a su mujer demandó un ejercicio de voluntad en el que pugnaban el miedo y la necesidad de ser sincero por una vez en la vida. Asediado por el remordimiento, y como no lo había hecho nunca invitó a su mujer a salir de la casa y le confesó que era portador de “La enfermedad esa”.
Solo en ese momento pudieron enfrentarse a lo que no tiene nombre.
“Uno aprende a manejar de todo: cuadros de angustia, agresividad, depresiones, sentimientos de culpa. Todo. Y a eso súmele el juicio de la sociedad, que no es poca cosa. En la actualidad tenemos dos pacientes provenientes de otros municipios, que prefieren hacerse sus controles en Pereira, con tal de no pasar por la humillación de ver a sus paisanos haciendo conjeturas del tipo: allí va el apestado. Nunca como en este caso resulta tan precisa la sentencia aquella de Pueblo chiquito, infierno grande.”
Con todo y los avances, el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad siguen cruzados por ideas del tipo: los portadores del virus son personas promiscuas o pertenecen a la comunidad homosexual, rezagos de juicios de índole moral y religiosa, desvirtuados hace tiempo por estudios que demuestran lo contrario: todos los humanos somos portadores potenciales.
El drama en números
En la actualidad, la fórmula del retroviral cuesta alrededor de ochocientos mil pesos mensuales. Por eso el Estado la considera una enfermedad catastrófica.
Vale decir: catastrófica para sus finanzas.
La Trabajadora social lo tiene claro:
“Por eso si usted se queda sin trabajo y por lo tanto sin EPS váyase directo para el régimen subsidiado. Porque si tiene plata para comprar la fórmula este mes no la tendrá para el siguiente. El problema es de tal magnitud que en los objetivos planteados para el año 2030 se tienen definidas unas metas condensadas en la fórmula 90-90-90, es decir:
Que el 90% de las personas susceptibles de ser portadoras del virus se hagan una prueba que, además, es gratuita.
Que el 90% de las personas diagnosticadas estén recibiendo medicamentos.
Que el 90% de las personas diagnosticadas y estén recibiendo tratamiento no estén contagiando a otras”.
¿Difícil? Desde luego.
Pero a esta mujer hincha del Once Caldas y amante de los fríjoles, pasiones que comparte con su hijo y su marido, parecen sobrarle energías para asumir el desafío.