Si cada ideología moralista permaneciera en su lugar, con sus conceptos, sin que estos interfirieran ni coartaran la libertad del otro, sería esto justamente la noción de tolerancia.
Por: Fernando Fernández
Leer a Fernando Savater es siempre gran regocijo para el espíritu, además de poderoso aleccionador. En uno de sus artículos, que no hace excepción a esta regla, reza (leer con detenimiento es buena recomendación):
Uno de los peores tópicos de la ideología reaccionaria actual es el que postula una grave crisis de valores éticos y toca a rebato para movilizar en su defensa. El diagnóstico es fraudulento, pero valioso sin duda como síntoma… aunque no de una pugna moral sino política. Porque uno de los retos políticos que tienen nuestras democracias es la institucionalización efectiva del pluralismo moral. Este pluralismo es difícil o imposible de asumir por los integristas y fanáticos de toda laya, pero también por quienes no tienen más moral que la rutina tradicional.
Dentro de una sociedad democrática, las opciones morales o religiosas son derechos privados que pueden aspirar a manifestación pública… en convivencia con otras semejantes. Por el contrario, los intransigentes las consideran no derechos sino deberes, cuya imposición es inexcusable para todos so pena de catástrofe de la decencia civilizada. Gran parte de los que más vociferan sobre la crisis de los valores lo que pretenden defender es la comodidad autocomplaciente que les evita cuestionarlos, razonarlos o mantenerlos con esfuerzo propio frente a otros también respetables.”
Singular prédica: Pluralismo moral; himno de libertad; en contraposición al unimoralismo impuesto por décadas y erigido al estadio de verdad absoluta que en el caso religioso y, para reforzar la idea, se presenta como de “inspiración” divina.
Noble causa es: Combatir el esquema maniqueo que tanto daño ha causado a través de siglos y de civilizaciones, en donde unos son los buenos: los creyentes, los unimoralistas iluminados por figuras celestes; y otros los malos: los que se acogen a la razón como eje de sus convicciones, los no-creyentes, los que viven a su manera y defienden ideas libertarias sin obstrucción del albedrío de los demás.
¿Por qué habría de entristecernos, molestarnos o considerar irrespeto el encuentro de voces disonantes, a veces altisonantes, que miran otro tipo de valores, diferentes de los impuestos por siglos? Al contrario, debería entusiasmar que nuevas formas de expresión irrumpan el desolador marasmo, con sustento racional –por tantos desdeñado–, con igual oportunidad que la plantilla apretada para la que hemos sido por siglos domados.
Sí a la contestación. Sí a nuevas maneras de pensar. Sí a la emancipación de la tradicionalidad de aceptación pasiva que continúa pesando y oprimiendo. Sí a quienes se expresan diferentemente. Sí a la tolerancia.
Si cada ideología moralista permaneciera en su lugar, con sus conceptos, sin que estos interfirieran ni coartaran la libertad del otro, sería esto justamente la noción de tolerancia. En el caso religioso no suele ser así. Por ejemplo, el islam no nos deja neutros cada vez que sus imanes predican terrorismo y envían su saga asesina, pagada con dádivas divinas, sobre Occidente. Esto reprime a tal extremo nuestra libertad, que hasta termina con lo más sagrado que tenemos: nuestras vidas.
Cuando el catolicismo no se contenta con su parcela, una grey de 1.200 millones de fieles, sino que acude a dudosos lobbings en las esferas decisorias del Estado, a sus enseñanzas cuasi-obligatorias en colegios y aún en universidades para ejecutar sus designios; esto coarta nuestra libertad. Wotyla, Ratzinger y Bergoglio, por sólo citar los últimos pontífices, son grandes artífices de esta molesta y deletérea ingerencia. Cada uno en su estilo, pero al final la esencia es la misma, sólo variaciones de forma.
Estos personajes han llevado a ultranza la doctrina católica, con imposiciones –acatadas a medias por su propio séquito– de ultramoralismo, de Exceso Moral como dice Savater. Recordemos parte de esta obra, anatemas sobre: el divorcio, las relaciones extraconyugales, el aborto, la contracepción, el condón, la eutanasia, la homosexualidad, las mujeres sacerdotes, la ciencia, todo lo que huela a naturaleza humana y a modernización. Así estos “principios”, ungidos con bálsamos pontificales son adoptados con poco cuestionamiento por nuestras sociedades y por nuestros gobiernos que en teoría son no confesionales, pero que para efectos prácticos están subordinados a Roma, la “infalible”.
Estos personajes no se contentan con sus embajadas celestiales, para un mayor impacto e intromisión en la ética y la política de los pueblos se mediatizaron fuertemente y así se han hecho pasar por adalides del “progreso moral” y sus fundamentalismos en pautas de vida; (auto) erigidos por ello en santos ejemplares. Incomprensible, por decir lo menos. Por encima de todos los agobios que se causen a algunos píos hay que denunciar esto. Decir que queremos y que necesitamos ser humanos y vivir como tales.
Aquí y Ahora. Evidenciar que los más directamente relacionados y comprometidos con estos preceptos, también los incumplen, o ¿quién de la grey católica (y de sus similares) se ciñe a cabalidad a estas ideas mencionadas anteriormente? Pocos o ninguno, cada cual los adapta a su conveniencia. Esto no es el catolicismo al que dicen pertenecer, es otra cosa, es tal vez una secta diferente.
Cuando nuestras libertades se ven afectadas por la injerencia religiosa en Occidente y allende, somos muchos los divergentes, aunque poco nos expresemos porque no tenemos tribuna, porque la crítica es estigmatizada y se le ha asignado cierto tufillo azufrado y satánico. No obstante, nos rebelamos y hemos comprendido que gran tristeza es resignarse a las ataduras que la fuerza de los siglos de presión y “entrenamiento” religioso nos anudó.
Basta de jugar a la inquisición velada con nombres como “doctrina de la fe”, con catecismos, con normas morales, con puestas al “index”, cuando estas atentan intromisoriamente con la política de los Estados. Entristecedor panorama que irrespeta el intelecto neuronado que supone el siglo XXI, a quien se le pide subrepticiamente callar sus denuncias, sus ideas, para no incomodar, en aras de una discutible definición de respeto. El reto humanístico, convivencial y democrático es tolerar las diferentes ideas, aceptar que la verdad absoluta no existe, cada uno allá con su verdad privada.
¿Se debe comprender que “respetar” es callar dejando una vez más que se pronuncien sólo aquellos que a lo largo de siglos nos han enfrascado en una ideología, hoy con sintomatología anacrónica? ¿Debemos enmudecer para no ofender al establishment moral en sus sempiternas e infalibles verdades? No.
Debatir, expresarse y discrepar no es irrespetar, es el principio mismo de la tolerancia, de la indagación de la verdad, de la variabilidad de la moral con el tiempo –de lo que reniegan inapelablemente los pontífices–, del pluralismo ideológico, de la democracia misma y del derecho a la libertad. ¿Es el método de denuncia el que molesta? ¿Cuál se debe emplear entonces? Parecería ser el discreto, el timorato, el que no contradice y que apenas si cuestiona. No, a todos pertenece el derecho, o el deber de expresarnos, sin temor a irrespetos malentendidos.
Disentir, aun en público, no es irrespeto. Respeto rima más con libertad que con silencio.