Sin darnos cuenta, ya vamos acumulando cierta nostalgia por determinados sabores y aromas.
¡Ah, no hay postre más idóneo que la fruta de estación! No hay mejor sazonador de las delicias que ofrece la naturaleza que los potentes rayos del sol. Si los frutos han madurado lo suficiente en el árbol, seguro que no decepcionarán. La vida así siempre será dulce de devorar.
Se va la estación invernal al sur del continente. He podido disfrutar hasta el hartazgo de los cítricos y, de hecho, me sigo merendando las últimas mandarinas que como siempre se pasan de dulces. Las cosechas finales siempre nos parecen las mejores: o las plantas dan todo de sí antes de entregarse al letargo o descanso, o es que a nosotros nos parece así porque esa fruta va escaseando y posiblemente no la veremos más hasta la temporada siguiente.
Sin darnos cuenta, ya vamos acumulando cierta nostalgia por determinados sabores y aromas.
Como pocas veces, el feriado de las fiestas patrias fue bastante largo porque coincidía con un inicio de semana. Mis parientes aprovecharon para viajar al pueblo de mis ancestros, porque iban en busca de la tranquilidad y otros remedios para el espíritu. Aprovechando la ocasión, yo les encargué que me buscaran algunas paltitas o aguacates, ese suave y suculento vicio que me tranquiliza el espíritu, por mi parte. Nada de viajes al Rancho Relaxo y otras terapias semejantes para sobrellevar la existencia. A mí, pónganme unos frutos sobre la mesa y seré inmensamente feliz, aunque sea por ese momento, lo que ya es mucho.
Con manos vacías casi retornaron los viajeros, un par de aguacates raquíticos llegó hasta mis manos. Peor es nada, me dije resignado, comprendiendo que el mencionado fruto estaba escaseando en el pueblo, además los comerciantes mayoristas tienen la mala costumbre de apoderarse de casi toda la cosecha en las mismísimas huertas o lugares de producción, para transportarla directamente a la ciudad para obtener mayor rentabilidad, lo cual es lógico, dada la codicia de los mercaderes desde tiempos inmemoriales.
Menos mal que los parientes trajeron otras cosas para compensar la desdicha: unas tiernas yucas amarillas que en pocos días me zampé como un niño engolosinado, ideales para acompañar unos asados a la cazuela. Pero sobre todo, el entusiasmo se me recompuso al ver unas subyugantes chirimoyas, tan maduras que había que dar fin en un par de días a lo sumo.
Recordando que la Feria de la Chirimoya siempre se efectúa cada primer domingo de mayo, me parecía un poco extraño que hubiese todavía en el mercadillo del pueblo. “Es que esta no es de Machaca” (paradisíaco valle con huertas fértiles a las orillas de un río), me aclararon, “sino de Las Vegas” (tierra caliente al sureste del pueblo, nada que ver con la desértica urbe del estado de ‘Nevada’, para que vean lo mal puestos que andan los yanquis).
Antaño, solía menospreciar la sabrosura de las chirimoyas. Siendo niño, contradictoriamente, me empalagaba su dulzor que yo consideraba excesivo. No podía comprender que los gringos voluntarios (los otros, del norte de Europa) que llegaban periódicamente a Independencia -el pueblo donde me crié muchos años-, le agarraban tremendo vicio al poco de probarla.
No sé si fueron ellos los que propagaron las virtudes de esta fruta, pero en unos años más cundió la fama de la “Chirimoya de Independencia” en los mercados centrales de Cochabamba, que decían que era más dulce que la otra famosa, la de Mizque (que proviene del quechua misk’i , y que significa ‘dulce’, precisamente) y otros valles aledaños.
Así que no fue difícil que a algún alcalde se le iluminara la testa para institucionalizar la mencionada feria. Como todo el mundo sabe, la moda de las ferias cundió como reguero de pólvora por todos los municipios de Bolivia. Pueblos y ciudades reclamaron para sí alguna característica agrícola, cultural, gastronómica, etc, que los diferenciara del resto. El resultado es que todos estos emprendimientos, andando el tiempo, se han vuelto unos auténticos circuitos de turismo interno y, cómo no, hasta para visitantes extranjeros y ciertos famosillos.
Ya no es novedad, que la primera semana de mayo, oleadas de residentes palqueños y amigos de la ciudad lleguen hasta Independencia para apreciar las primeras cosechas de chirimoya y otras frutas subtropicales.
Yo no voy, porque no caigo en la trampa mercadotécnica de las ferias. Prefiero aguantarme las ganas y disfrutar luego. Sin prisa, esperando la plena sazón de la temporada. Como tengo la suerte de tener tantos parientes viajeros, siempre habrá en mi mesa unas cremosas paltas, unas perfumosas mandarinas y unas sacrosantas chirimoyas. Para merendarlas después del almuerzo, o embriagarse de deleite con unos helados caseros que se elaboran con su exótica pulpa. El fruto del Edén, no debería ser la manzana, sino la chirimoya con todo merecimiento. Por lo menos en tierra caliente.