Y un niño le lanza agua a otro con una fumigadora persiguiéndolo por todo el patio y al no lograr alcanzarlo se ensaña contra un pato a pistoletazos.
Un poco antes de ingresar al resguardo indígena de los Embera chamí en el bajo San Juan, un hombre nos amenaza: “deberíamos matarlos a todos”. El hombre está ebrio. Pero es claro que los niños y los ebrios siempre dicen la verdad, así que descendemos hacia la entrada con precaución.
Luego nos explican que la comunidad Embera está dividida, no es una sola como se cree, sino que también existen los Embera Katío, y no todos comparten la misma idea de dejar que extraños ingresen a su hábitat, a “contaminar culturalmente el grupo”.
Bajamos por una pendiente hasta cruzar un puente de tablas dispares cuyo piso nos resguarda en ese momento de la borrasca del río San Juan. Río que está bravo debido a la torrencial lluvia de la noche anterior como si el cielo se hubiera roto.
El hombre ebrio sigue amenazando a lo lejos con sus manos pero lo hemos dejado atrás. El ingresar (a excepción de esa eventualidad) parece simple. Hay que buscar a Leidy Yohana Aizama Zamora, conversar con ella, grabar e irnos. Pero luego esa sencillez adquiere otro matiz, pues al pisar suelo Embera chamí, nos encontramos con un resguardo que se reúne en ese momento en una de las casas de la comarca a deliberar sobre un caso de violencia doméstica.
La situación es tensa y discuten en Chocó, o Emberá, su lengua materna. Vemos mujeres vestidas con blusas y faldas de colores que en vez de llevar sus productos del campo, llevan machetes. Hombre con camisas estampadas de Comfamiliar, Puma, Caritas Pereira, y del deportivo Pereira, airados como si algo estuviera pronto a estallar. Todos, a excepción de los niños, llevan botas. Levantan las manos. Disputan de dos en dos buscando un punto en común. Se ven desafiantes y hasta parecen gritar. Sin embargo, al pasar tiempo con ellos, se descubre que este tono al hablar es el que usan habitualmente para afirmar cosas triviales como: “¡Forlan¡ anda a buscar las gallinas”. O “¡Ya vienen!, ya vienen los de Pereira”.
Han pasado varios minutos y vemos que el asunto no va bien. Todos nos miramos como haciéndonos preguntas. Así que en la espesura del calor de esa mañana de sábado, decidimos parar un momento y no grabar sino conversar con algunas mujeres.
―¡Buenos días, señores! Se acerca un hombre Embera y saluda en un castellano a cuotas.
―Buenos días. Responde al unísono el equipo.
― ¿Aquí a nadie la han pedido permiso para ingresar? Dice, y las personas que están en el juicio sumario cambian su foco de atención, especialmente las mujeres, que con machete en mano miran interesadamente a los visitantes.
―Estamos con Yoana. Hemos hablamos con ella. Venimos a conversar con las mujeres sobre las artesanías que hacen en la comunidad.
―Deben avisarle al gobernador. Nada se hace sin su consentimiento. Sugiere. Y los niños, que están diligentes a esa hora de la mañana, corren a llamarlo a su casa, ubicada a 50 metros del lugar principal. Al fondo se deja ver un hombre grande que se acerca, es Gilberto Necavera, la autoridad entre la comunidad. Un hombre de baja estatura, macizo, de piel cobriza, que llega sin camisa reluciendo en su torso una señal, una cicatriz, quizá de una operación de peritonitis, o del hígado.
Luego de exponerle la situación obtenemos su autorización pero los ánimos están caldeados. La discusión marital no termina. Y en ese tumulto de gente, se ignora que al otro lado donde se ejecuta el juicio sentimental, en dirección contraria, está la caseta comunal donde se reúnen los niños a deliberar de otros temas: los juegos que van a llevar a cabo esa mañana.
Allí están apiñados Didier Guasiruma, Herney Aiazama Zamora, Gisela Guasivama Bizama, Mesi Nacavera, Aquilino Wapulema, y dos niñas más que traen arrastrado a un pequeño en pijama a rayas azules, con una ballena de las que salen en Moby Dick estampada en la parte delantera.
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Esta comunidad Embera Chamí, compuesta de 68 familias, alberga un poco más de 300 personas, entre ellos, un tercio de esa cantidad, son niños. La verdad, no hay necesidad de hacer un inventario. Solo es observar que en el suelo hay sacapuntas y madejas de hilo, por un lado, y un corralito de piedra y un jardín de barro donde todos saltan, por el otro.
Las casas de sus padres y vecinos son pequeñas, pero para ellos son edificios como los de Pereira. Entre su gente no se sienten extraños, es más, realmente creemos que nosotros somos los extranjeros, y posiblemente los indios para ellos. Nos halan de la mano desesperados para que conozcamos su espacio, o mejor, para que vayamos a su templo de la ternura, llamado “Uca Dachi Warranachake Juma Duane”.
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Ha pasado casi un cuarto de hora y los adultos ya han quedado en un segundo plano. Frente a esto, en el mundo de los niños las peleas son de otra forma: Gisela Guasivama le lanza un balonazo a Didier Guasiruma porque le ha quitado la leche malteada marca ¡Mr Quick!; Cataleya Guarisuma se hace una trenza mientras Aquilino Wapulema se la desbarata. Y un niño le lanza agua a otro con una fumigadora persiguiéndolo por todo el patio y al no lograr alcanzarlo se ensaña contra un pato a pistoletazos Y todos, sin excepción, se burlan de un niño llamándole “El chivo” por su corte de cabello parecido al de Neymar.
El asunto de violencia familiar entre los adultos, parece ir menguando. Lo entendemos así porque un hombre sale de allí y toma una guadua de ocho metros para seguir construyendo su casa. Otro con un martillo en la cintura empieza a reforzar el techo levantado por el vendaval de la noche anterior, y una comadrona, vestida tiernamente de rosado con azul, se sostiene de su bordón para subir a su casa emplazada en un colina mediana.
El asunto de los grandes se ha disipado. Sin embargo todo ha cambiado en ese lugar, porque podemos apreciar a los niños en su otro mundo diferente al de los grandes. En el patio intermedio del poblado hay emplazada a modo simbólico, ocho piedras quemadas que forman un círculo. Los niños parecen no comprender de qué se trata ese símbolo, y hasta no dan señal de creer que los dioses demanden respeto. Saltan y corren entre los montículos de piedra, mientras se persiguen unos a otros lanzándose una cucaracha como si fuera un muñeco de Disney. Algunos gritan, otros con gemidos de horror, salen despavoridos buscando la falda de sus mamás.
El aspecto físico del lugar, de varias casas sin columnas con afiches de Petro presidente; un poste de luz que extiende sus cables a cada vivienda como un velo de novia y una ancha calle rústica donde juegan futbol o hacen sus juicios emberas, no es un impedimento para que los niños se distraigan con sus mascotas, las gallinas, que también son el alimento de la familia; halen con una cuerda una lata de sardina con una piedra dentro a modo de carro; hagan castillos con frascos de medicina, y hasta uno de ellos se quita los calzoncillos para hacer una bandera y jugar a enterrarla y así colonizar unos centímetros de tierra.
Están curiosos con todo. Preguntan de dónde venimos. Les aseguramos que de Pereira, de La Cebra que Habla. Se quedan pensando sobre qué es una cebra y por qué habla. Luego nos jalonan porque quieren saber qué es una cebra y nos llevan de nuevo a su templo para señalarnos si se parece a un caballo que tienen pintado ahí dentro. Al ingresar nos extasiamos con el mundo de dibujos con el que han decorado ese espacio. De entrada hay una imagen de un anciano que tiene delante un niño.
―Es un Jaibaná. Le está cantando a un niño porque está enfermo. Dice Didier Guasiruma, el más grande de todos. “Se llama Luis Arturo”.
Realmente Luis Arturo es el medico de la comunidad, que igual que el doctor le dice a un niño en la ciudad que le picará una abejita cuando lo inyecta, el Jaibaná les dice que les va a cantar, cuando realmente está invocando a los dioses a manera de rito para sanarlos de dolores en el estómago, o cuando algún animal del monte los pica.
Ese templo o caseta comunal es su pequeño universo, o cueva de Lascaux. Aviones. Escobas. Piñas. Perros. Monos. Mariposas. Submarinos y otros elementos más representados en manualidades y dibujos. Son una autoridad allí en su espacio y son nuestros guías todo el tiempo. Algunos de ellos nos enseñan a hablar en su idioma y preguntan en su lengua: ¿qué desayunaron? Y si acaso alguno de nosotros tiene novia. Las respuestsa intimidan, pues son unos niños trilingües que hablan Embera, castellano e inglés y parece no importar qué podemos decirles al respecto. Solo se distraen encestando una pelota en un bolso de cuero, y las niñas se halan las trenzas entre ellas.
El sol del medio día ya se asoma con timidez, y como el equipo de Pereira se dividió en dos, ellos ha terminado la labor programada con las mujeres y la artesanía y nosotros también. Nos despedimos. Sin embargo los niños no se resisten que los dejemos tan pronto. Salimos despacio con palabras de cortesía, pero ellos salen corriendo detrás de nosotros a despedirnos como si fuera una cruzada infantil que despide a sus héroes de televisión. Quizá están acostumbrados a ver personas diferente a ellos en el lugar, por eso son tan hospitalarios, tan risueños, y para quitarles la tristeza les dejamos dinero para que compren sus golosinas favoritas: bolis, helados y tangelos.
El pequeño Herney Aiazama Zamora, desde lejos nos dice que si al regresar podemos traerle una cebra. Nos quedamos mudos y hasta con los ojos aguados, y cruzamos el puente en dirección a la ciudad. Pensamos sobre qué puede significar una cebra para ellos, y si al verla, preguntarán el por qué está empijamada a toda hora, o quién acaso la pintó así. Los niños, igual que los borrachos siempre dicen la verdad, son curiosos por naturaleza y hasta pueden creer que una cebra habla.