Con un profundo conocimiento de la condición humana, el autor nos conduce a través del drama de los protagonistas sin utilizar trucos y menos remitirse a las fórmulas que en nuestros días garantizan un caudal de lectores
En un mundo donde la sofisticación y el artificio se volvieron valores de primer orden, la sencillez representa poco menos que una tara.
Tal vez por eso la esencia de los seres y las cosas, que tanto preocupó a filósofos y poetas fue suplantada por imágenes intercambiables y fabricadas a criterio de publicistas y expertos en mercadeo, al punto de convertir en norma de existencia una superstición anclada en la certeza de que lo importante no es ser sino parecer.
Todos esos asuntos se le vienen a uno a la cabeza después de leer La Herencia de Eszter, la novela del escritor húngaro Sándor Márai, un artista que después de padecer los horrores por parte de los nazis primero y de los comunistas después, acabó quitándose la vida frente a las playas de California como una prueba de que no hay rincón sobre la tierra capaz de brindar sosiego a los desesperados.
La protagonista de la novela es una mujer perteneciente a la rama decadente de una familia centroeuropea, que una vez vivió una trunca historia de amor con Lajos, uno de esos vividores caros a toda una tradición literaria.
La relación siempre estuvo basada en la manipulación física y emocional por parte del hombre, que además sometió a la familia a múltiples estafas, hasta dejarla en los límites de la ruina.
Veinte años después Eszter recibe el anuncio del regreso de su antiguo amor, que no tiene un propósito distinto al de culminar su obra de devastación económica y espiritual. A pesar de saberlo y de recibir advertencias de todos lados, o quizás precisamente por eso, ella sabe que no hay apelación y espera su llegada con un ahínco bastante parecido al amor.
Histrión como es, Lajos cumplirá al pié de la letra su cometido y al final del relato dejará a Eszter sin más recompensas que la reafirmación de su derrota y a las puertas de una indigencia que a esa altura del camino parece importarle bien poco.
Con un profundo conocimiento de la condición humana, el autor nos conduce a través del drama de los protagonistas sin utilizar trucos y menos remitirse a las fórmulas que en nuestros días garantizan un caudal de lectores, sin que importe mucho la calidad de las propuestas.
El suyo es un intento por develar las claves del destino, esa vieja noción surgida a la lumbre de las cavilaciones humanas a través de los siglos, que al final del camino nos devuelve, reflejadas en una sucesión de espejos enfrentados, las mil caras del absurdo y fascinante asunto de estar vivos.
Tampoco hay florituras ni explosiones del lenguaje. Mucho menos innovadoras técnicas de narración: la tragedia humana por sí sola es suficiente razón para emprender la aventura de contar una historia, como para estropearla con alardes propios de la pirotecnia y la política.
Y es en ese punto donde la obra de Sándor Márai, como la del italiano Dino Buzzatti, obliga a pensar que todo ese asunto de estructuras, claves secretas y técnicas narrativas que tanto excitan a los editores contemporáneos no es otra cosa que el último recurso de autores que poco tienen para decir y entonces optan por desviar la atención del lector hacia su ingeniosa manera de contar las cosas: la pura fascinación del vacío que, dicen, obsesiona a los trapecistas.
Para avalar el truco parecen existir los expertos que interpretan, recomponen y explican el sentido de esas estructuras, olvidando de paso que, como bien se desprende de la novela de Marai, el propósito de la literatura y del arte en general nunca ha sido otro que el de iluminar las tinieblas del corazón humano, sin necesidad de hacer malabarismos en esa peligrosa frontera que separa a la sencillez de la necedad.