Por, Gustavo Colorado Grisales |
Por estos días las palabras incertidumbre y desasosiego han cobrado consistencia material.
Como no había sucedido en mucho tiempo, el verbo se ha hecho carne.
Una vecina duerme- si duerme- con el televisor encendido. Cree que esa luz de tonalidad enfermiza puede rodearla con su halo protector y preservarla de los horrores del mundo.
Es una versión profana y degradada de El Ángel de la Guarda.
El tendero de la esquina cobra veinte mil pesos por productos que hasta hace una semana costaban cinco mil.
Asegura que es una bendición del cielo y que debemos sentirnos agradecidos con él por suministrarlos.
Como en sus mejores tiempos, la codicia se disfraza de solidaridad.
Por su lado, el farmaceuta, sin tapabocas ni guantes, desafía la amenaza y sentencia, salpicando chispas de saliva en todas las direcciones, que la pandemia es una patraña urdida por tenebrosos poderes globales.
Eso no le impide seguir vendiendo paños húmedos, acetaminofén, tapabocas, guantes y botellas de alcohol antiséptico por miles.
Al precio que sea, la patraña vende.
Atrincherada en su cuarto, mi madre enhebra decenas de rosarios al día: a la Virgen del Perpetuo Socorro, al Misericordioso, al Milagroso de Buga. Noto que pone especial devoción en dos santos: san Lázaro y san Roque.
En las jerarquías celestiales deben ser algo así como los expertos en atención y prevención de desastres.
Generosa como es, mi vieja invoca protección para un número cada vez mayor de personas: una amiga a la que no ve desde la infancia, la comadre que vive en Pitalito, las sobrinas de Madrid, el primo de Nueva York.
Enterados de sus rogativas varios amigos- entre ellos unos cuantos ateos confesos- me solicitan que los incluya en sus súplicas en caso de que el sistema inmunológico de sus organismos no responda.
Nunca se sabe: el viejo debate entre la fe y la razón no tiene final.
Buena contadora de cuentos como es, hace un par de noches mi vieja me hizo un detallado relato de las pestes que azotaron a los suyos en los días de su infancia: huequera, niguas, piojos, pulgas, chinches, fiebre amarilla, tifo negro, colerín calambroso y unas cuantas más.
Y a todas sobrevivió. Debe ser por eso que es tan fuerte de cuerpo y alma.
Pero a sus ochenta y cinco años tiene miedo. Como todos. Y no porque su fe en el santoral haya menguado.
Tiene miedo, como los que hilvanan una sucesión interminable de chistes buenos, malos, pésimos, regulares y geniales para disimular la aprensión y el desasosiego que les roe- que nos roe- las entrañas.
Es un acceso colectivo- y tan contagioso como el virus- de risa nerviosa.
Cada mañana saco un libro distinto de los anaqueles y no termino ninguno.
Mi vecino me lleva ventaja: al menos el termina los partidos de fútbol en diferido que ve una y otra vez las veinticuatro horas del día. Dice que cierra los ojos y es capaz de rememorar cada jugada, incluidas las repeticiones en cámara lenta.
Bueno, si el escritor Alessandro Baricco confinado en su apartamento de Turín confiesa que ha visto media docena de veces el Liverpool- Atlético de Madrid, debo creerle a mi vecino.
Ya lo advirtió el poeta: cuando el mar está enfurecido, todos buscamos el madero de la talla exacta de nuestro naufragio.
Porque, como en el título de aquella película terrible de R.W Fassbinder, en tiempos de pestes el miedo devora el alma.
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