Instrucciones para soportar el miedo

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De ver pasar |

Lea sin parpadear a Florence Thomas con las manos hundidas en una palangana rebosante de agua tibia y tómese una infusión con tomillo y manzanilla. Respire hondo y aprenda de memoria esto que ella escribe: “para lograr resistir a este covid-19 nos toca reaprender a estar solos. Solos, solas de verdad”. Y declame, a eso de las nueve de la noche, bebiendo una cerveza en lata, bien fría, fija su mirada incierta en un horizonte sin luna, aquellos versos de Darío Jaramillo: “primero y siempre está tu soledad/ y luego nada/ y después, si ha de llegar, está el amor”.

Si usted es de los pocos que aún vive en pareja, aproveche el confinamiento para meditar en su frágil condición social. Si es de los que vive en permanente crisis por cosas tan pírricas como los celos, la furia, la intolerancia, acuda a las revelaciones de Piglia: “El matrimonio es una institucion criminal (…) pensada para que con sus lazos se ahorque uno de los cónyuges. Ese es el sentido de la sentencia: Hasta que la muerte nos separe”. Si lo suyo es la armonía cotidiana, esa aparente felicidad que suele manosear en su discurso de autoayuda el insoportable excura Linero, agárrese de esta certeza de Javier Marías: “estar junto a alguien consiste en buena medida en pensar en voz alta, esto es, en pensarlo todo dos veces en lugar de una, una con el pensamiento y la otra con el relato, el matrimonio es una institución narrativa”, cuyo epicentro es la almohada.

En un sentido literal, lávese con frecuencia las manos. Y en lo posible, lávele las manos con jabón de tierra a sus amigos, a sus colegas de trabajo, a la mujer del prójimo. No se requiere de estadísticas de salubridad pública para comprobar que la especie humana es, por naturaleza ancestral, mugrienta. Si aún tiene duda de esta evidencia, instale una cámara de video en un baño público. En un sentido estrictamente simbólico, sígase lavándose las manos hasta sangrar. Lo de la pandemia no es culpa suya, ni usted la propagó, ni usted estaba de visita en Wuhan y se hizo el chistoso en una piñata de abrazos, ni hace parte de un monstruoso plan conspiratorio, ideado por los seguidores italianos de la Orden de los Templarios de Verona, para menguar una especie incrédula y soberbia, débil a los resfriados.

Prohíbase por estos días de descarnado aburrimiento, de ácido nihilismo la lectura de las obras de Fernando Vallejo. Tome sana distancia de El desbarrancadero y Memorias de un hijueputa. Abrir esos libros, leer en voz alta lo que el narrador esputa en la página 38 y lo que otro, el mismo expele en la 205, es exponerse a una pandemia retórica y panfletaria, a lo Vargas Vila, con tinte costumbrista. Es como si se cargara de tigre, es como si sucumbiera a la curiosidad de militar en las huestes del Centro Democrático. Absténgase, además, de visitar a Fernando Vallejo en su casa de Titiribí o Cañas Gordas. Entrar en contacto con él es tan arriesgado como contraer el coronavirus en una procesión de Semana santa. Para estos días de rabia por la especie humana y de abandono preventivo de las mascotas, Vallejo y su alma en pena podría ser un arma letal, acaso porque le daría brillantes ideas para acabar con sus vecinos a punta de cantaleta.

Si usted es de los que paga las facturas de la luz, de la televisión por cable, del servicio móvil cuando ya lo irrita la repugnante y gigantesca tijera grabada en sus recibos, impóngase el deber de pagar esas obligaciones mundanas un día antes y no un día después del desastre. Una cosa es vivir en pareja, lavarse las manos y lavárselas a los demás, vivir en soledad como un champiñón y abstenerse de leer a un escritor reaccionario. Pero otra muy distinta es vivir en casa sin internet, sin saber qué está pasando con los murciélagos en el sur de China; qué acontece en las calles de Madrid a las 7 de la tarde y cerca del palacio de la realeza; qué dijo el Papa Francisco frente a los supuestos vaticinios sobre la pandemia de Massimo, el “mendigo misterioso”, en la Plaza de San Pedro. Usted podrá tener mucho miedo, sobre todo a las 9:45 de una noche sin estrellas y nadie lo puede negar. Pero esa emoción será pasajera. Netflix le enseñará cómo sentirla, cómo hacerla parte de la suscripción y cómo traducirla en pausa activa.


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(La Celia, Risaralda, 1966) Ensayista, novelista y profesor universitario. Inició su profesionalización con el título de Licenciado en Español y Comunicación Audiovisual de la Universidad Tecnológica de Pereira. Especialista en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Caldas

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