Lo verdaderamente sintomático de nuestros tiempos es que, sin importar la filiación o la orilla ideológica, todos estamos cautivos de la promesa de progreso, norte que ha guiado a la humanidad desde que empezó a abandonar el medioevo y se encaminó hacia la edad moderna, y que ha encontrado en el concepto de Grande su síntesis más simple y fácilmente comunicable.
Empiezo a tener problemas con la palabra “Grande”. Ella sugiere algo que parece indiscutible, que describe una forma o un tamaño que es, por necesaria comparación, mayor que algún otro de su especie, pero que a la vez va empequeñeciendo todo a su alrededor, a fuerza de afirmarse constantemente, no importa a qué costo.
¿Es deseable lo pequeño, cualquiera que fuera la cosa o situación, en vez de algo Grande? Depende del contexto, sería obligado decir.
Y, sin embargo, nosotros, los humanos contemporáneos, somos prisioneros de los delirios de grandeza, tal vez de manera inconsciente, y empezamos a resentir las consecuencias de este sometimiento.
El planeta se calienta a lo Grande, y arde, al tiempo que desaparecen en extenso aquellas especies que alguna vez representaron una colección vasta de animales, otrora pobladores de las inmensidades de esta tierra.
Grande la deben tener Bolsonaro y sus amigos, aunque habría que tomarse el trabajo de definir en primera instancia qué es lo grande en ellos: un miembro de su cuerpo, la soberbia, o la estupidez.
En todo caso, han dicho que nos olvidemos de soñar con preservar la Amazonía, ese resguardo de biodiversidad, tal vez el más importante con el que contamos en la actualidad para superar los ardores que hemos creado. ¡Pero no! ¡A tomar por culo los recursos que han ofrecido Francia y otras potencias mundiales!, les ha mandado a decir Mr. Bolsonaro, y ha complementado su negativa haciéndoles una recomendación: que mejor se apliquen su propio remedio y se dediquen a reforestar Europa.
Aunque no la tiene fácil en su intento por deshacerse del problema, pues incluso ahora hasta el mismo Papa Francisco ha llamado a su próxima reunión Sínodo Amazónico, citación hecha del 6 a 27 de octubre, y que se prevé conflictiva pues tiene como objeto repensar ciertos asuntos claves de la Iglesia Católica como el celibato y la relación de la Iglesia con el medio ambiente.
Si por el hemisferio sur los bosques tropicales lloran, en el norte los vientos repiten los ecos de viejos patrioterismos.
“Volver a hacer de América grande otra vez” ha dicho Mr. Trump, el hermano mayor de todos los populistas de derecha en este mundo hirviente en el que nos ha tocado existir.
Igual hace su émulo, Boris Johnson, en el Reino Unido, cuando promete a los ciudadanos que su país será más Grande si se aparta de sus vecinos, con los cuales ha compartido fogosas relaciones desde tiempos inmemoriales.
Ambos hacen parte del grupo denominado “los negacionistas”, porque se han dedicado a ir en contra de las evidencias científicas que demuestran que el cambio climático es una realidad que se nos vino encima y nos va a dejar, literalmente, con el agua al cuello.
Lo verdaderamente sintomático de nuestros tiempos es que, sin importar la filiación o la orilla ideológica, todos estamos cautivos de la promesa de progreso, norte que ha guiado a la humanidad desde que empezó a abandonar el medioevo y se encaminó hacia la edad moderna, y que ha encontrado en el concepto de Grande su síntesis más simple y fácilmente comunicable.
Incluso, más que de la alienación mediática, somos tributarios del desarrollo y del crecimiento económico, como filosofía sin la cual no sabemos existir.
Así que, esclavizados por las presunciones de grandeza venimos destruyéndolo todo a diestra y siniestra, mientras inocentemente empedramos el camino que nos conduce al infierno del calentamiento global y la destrucción del mundo conocido.
Ya lo había anunciado lúcidamente Goethe, describiendo los peligros de los fáusticos delirios del hombre de la modernidad. Pero no le pusimos cuidado, o no lo leímos siquiera:
tan grandes nos sentimos que no disponemos tiempo para repasar a uno de los pocos que se merece, ese sí, el calificativo de Grande, como pensador y escritor.
Es importante recordar que lo que está en juego no es, como muchos creen, la supervivencia de La Tierra. Esta se las ha arreglado en el pasado para sortear y adaptarse a condiciones y cambios más severos. Lo que está en vilo actualmente es, ni más ni menos, la posibilidad de seguir vivos nosotros mismos, y al tiempo la conservación de las especies que nos han acompañado en esta era de la evolución terrestre denominada Holoceno, que de pura grandeza se nos convirtió en la destructiva era del Antropoceno.
Arde la Amazonía, pero en su triste compañía se queman también territorios completos de Europa y África, y hasta extensas zonas en cercanías al Círculo Polar Ártico en donde los bosques se han incinerado, ¡qué esperar de la capacidad actual del hombre para conjurar los fuegos que él mismo ha propiciado!
Y, si frente a la evidencia se continúa escondiendo la testa en la arena, o, peor aún, se le niega de frente y sin reparos, seguiremos abrazados a la cantilena de grandeza: expansión perpetua de la economía, consolidación de megalópolis, producción industrial cada vez más amplia y tecnificada, fumigación diseminada hasta arrasar con la fertilidad y la diversidad de los suelos, envenenamiento de las fuentes hídricas a gran escala, uso extensivo del vehículo particular impulsado por combustibles fósiles, consumismo exacerbado y extenuante.
Entretanto, se alzan las voces, por ahora pequeñas y aisladas, de quienes dicen: ¡hay que replantear!
Ser Grande ya no es un objetivo posible ni éticamente aceptable.
Se escuchan en Francia, y también entre sus socios europeos, aquellos que sentencian: ¡basta ya de querer ser Grandes! Y este cambio de mentalidad aterriza en las ciudades, lugar en el que se concentra la población, y se dice entonces que se debe hacer de las urbes, ya no Grandes, sino accesibles, fáciles de utilizar y abordables (convivial es la palabra en francés).
Que no se persiga más la competencia entre regiones y mercados como un objetivo de primera línea de los gobernantes de todos los lugares a lo largo y ancho del globo.
Hacer de la vida una presencia cercana, convirtiendo la existencia cotidiana en una experiencia pedaleable o caminable, sustituyendo las energías fósiles por energías limpias, limitando el uso de plásticos, pesticidas, imponiendo el transporte público colectivo; y volviendo a un ideal de sociedad que no le dé la espalda a su entorno.
Una presencia humana que no se sienta exógena a la naturaleza, sino parte incluida y comprometida con ella.
¿A qué modelo de desarrollo se parecen estas exigencias que se nos imponen hoy, dadas las drásticas condiciones medioambientales por las que atraviesa nuestro mundo?
A modo de epílogo, les dejo esta reflexión del pensador Gaston Bachelard.
“La psiquiatría moderna ha elucidado la psicología del incendiario. Ha demostrado el carácter sexual de sus tendencias. Recíprocamente ella ha puesto al día el traumatismo grave que puede recibir una psique por el espectáculo de un pajar o de un techo incendiados, de una llama inmensa contra el cielo nocturno, en el infinito de la llanura labrada. Casi siempre el incendio en el campo es la enfermedad del pastor. Como portadores de antorchas siniestras, los hombres míseros transmiten, de edad en edad, el contagio de sus sueños de solitarios. Un incendio hace nacer a un incendiario casi tan fatalmente como un incendiario provoca un incendio. El fuego se cobija en un alma con más seguridad que bajo la ceniza. El incendiario es el más disimulado de los criminales.”