“La clave de la extirpación del clítoris puede encontrarse en su creencia de que los movimientos de la mujer durante el acto sexual acabarán estropeando el orden del cosmos y como sin clítoris no hay placer, pues al practicarse la ablación desaparecerán los riesgos”
Este artículo fue publicado por primera vez en abril de 2014. Por considerarlo de interés, lo reproducimos hoy en el Día Internacional de Tolerancia Cero con la Mutilación Genital Femenina.
A pesar de que desde hace setenta años el Estado colombiano tiene conocimiento de la práctica de ablaciones de clítoris a las niñas en comunidades indígenas de su territorio, solo hacia el año 2005 se tuvo noticia de alguna acción emprendida por un organismo oficial para abordar un problema que oscila entre la salud pública, las tradiciones culturales y el respeto a los derechos de los niños.
En ese año Aracelly Ocampo estaba al frente de la personería (una oficina encargada de velar por los derechos de las personas) del municipio de Pueblo Rico, una pequeña población de 15.000 habitantes, ubicada en el Departamento de Risaralda, al centro occidente del país.
Fue ella quien, después de enterarse de varios casos de ablaciones practicadas a niñas recién nacidas pertenecientes al pueblo Emberá Chamí que más tarde padecieron infecciones, llegando incluso a la muerte de una de ellas, interpuso la denuncia ante un juez de la localidad. Para entonces, la práctica era lo que suele llamarse “un secreto a voces”, aunque ninguna autoridad se atrevía a intervenir.
Al fin y al cabo, la constitución política de 1991 estableció directrices muy claras en cuanto a la autonomía de los gobiernos indígenas. Según declaraciones de la señora Ocampo a distintos medios de comunicación, hizo la denuncia porque:
Si bien los pueblos indígenas tienen derecho a que se respeten sus tradiciones, eso no puede hacerse al precio de la violación de los derechos humanos en general y los de la infancia en particular.
La denuncia tuvo como primer resultado que, en el año 2006, distintos organismos del orden local y nacional, a los que se sumaron voceros de las Naciones Unidas en Colombia empezaran a trabajar en la búsqueda de un escenario de discusión y reflexión, que sin desconocer los derechos de las etnias, pudiera tender un puente con los referentes universales de la justicia.
Fue así como lograron conformar una mesa de trabajo a la que se sentaron, entre otros, el encargado de asuntos indígenas del gobierno departamental, delegados para asuntos de la mujer, gobernadores indígenas, el Consejo regional indígena, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y el Fondo de las Naciones Unidas para la infancia.
El primer escollo a salvar era al abierto entre quienes asumieron de entrada la defensa de lo que denominaron “la identidad cultural” de los indígenas y aquellos convencidos de que los derechos de las personas no pueden estar supeditados a ninguna clase de relativismo.
Para el historiador Víctor Zuluaga Gómez, autor de varios libros sobre los Embera- Chamí, ese acercamiento tiene que pasar por un esfuerzo para comprender lo que significa la ablación para esos grupos indígenas asentados en la zona montañosa de las localidades de Pueblo Rico y Mistrató.
Se trata de una concepción muy distinta sobre el papel de las mujeres y de su sexualidad en el orden del universo, que echa raíces en mitos milenarios. La clave de la extirpación del clítoris puede encontrarse en su creencia de que los movimientos de la mujer durante el acto sexual acabarán estropeando el orden del cosmos y como sin clítoris no hay placer, pues al practicarse la ablación desaparecerán los riesgos.
De otra parte, tienen la convicción de que el clítoris es una especie de falo pequeñito que se desarrolla a medida que las niñas crecen y si eso se permite, no habrá hombre dispuesto a casarse con una mujer dotada de pene. Ahí tiene usted toda una cosmovisión que no se puede cambiar con represión o disposiciones de policía, sino mediante un arduo trabajo de diálogo. En lo que si quiero enfatizar es en la absoluta falta de asepsia de esos procedimientos, practicados por comadronas, que representan un riesgo constante de infecciones y muertes.
El médico Hugo Marcilian, quien presentó la denuncia contra los padres de dos niñas Emberá Chamí que llegaron al hospital local con graves infecciones después de habérseles practicado ablación de clítoris, tiene una percepción menos condescendiente.
Por encima de cualquier consideración de carácter cultural, está la ética médica, que obliga a denunciar todo lo que represente un atropello contra la dignidad humana, y la mutilación de una parte del cuerpo de una persona lo es en grado sumo. Por esas razones tomamos la decisión de poner a las autoridades en conocimiento de lo que estaba sucediendo.
Dijo en una entrevista concedida a medios radiales. Esa posición es compartida por Jaime Mena, quien fuera alcalde de Pueblo Rico entre 2008 y 2011, y por voceros del movimiento político Mira, que incorporó a sus propuestas la defensa de los derechos de los niños, así como de los colombianos presos en el exterior. “Siempre me he opuesto a esa práctica” ha dicho en distintos escenarios.
El asunto es tan complejo que los mismos voceros indígenas no llegan a ponerse de acuerdo. Algunos afirman de manera tajante que se deben respetar sus tradiciones mientras otros se muestran proclives a una revisión de la validez de algunas de sus costumbres ancestrales.
En un foro indígena realizado en Bogotá el martes 25 de julio de 2008 el líder Aldemar Tauzarma, insistió en que se deben respetar los derechos y las tradiciones, aunque al mismo tiempo reconoció que a ninguna de sus dos hijas le fue practicada la ablación.
En ese mismo evento, el juez promiscuo civil municipal Marino de Jesús Arcila pidió detener esa práctica. El mismo, cuando se desempeñaba en el municipio de Quinchía tuvo conocimiento del caso de dos niñas que fueron trasladadas al hospital de esa población, quienes presentaban graves infecciones después de habérseles practicado la ablación.
Aunque aclaró que no formuló cargos penales, al considerar que no hubo dolo ni intención criminal si insistió en que ese tipo de costumbres deben ser revisadas a la luz del derecho, porque la constitución y los códigos son muy claros a la hora de tipificar las lesiones y los atentados a la dignidad de las personas.
Cuando se les pregunta por la validez de las prácticas, las parteras, comadronas o “aguelas” de la zona de Pueblo Rico, se remiten a la autoridad de los taitas, jaibanás o Medicine men, depositarios de los saberes ancestrales de la comunidad. Una de ellas, de nombre de Etelvina, describe con precisión el procedimiento:
Utilizamos un clavo caliente, una cuchilla u otro objeto metálico. Para desinfectar se aplica el zumo de distintas plantas, una de ellas conocida como escoba.
Cuando se le interpela sobre el sufrimiento de las pequeñas, responde que ese no es problema “Porque ellas no experimentan sensaciones”.
Por su parte, las mujeres de la comunidad prefieren guardar silencio cuando se les pregunta por su opinión sobre las implicaciones que el procedimiento de la ablación ha tenido para sus vidas. “Es cuestión de los taitas. Ellos saben lo que hacen. No tenemos por qué meternos con esas cosas”, declaran.
Solo Danery Nayaza, una profesora de treinta años que cursó una licenciatura en sociales en la Universidad Tecnológica de Pereira y quien desde hace 15 años vive lejos de su comunidad, va más allá para decir que no solo se trata de los riesgos para la salud, sino de las implicaciones en materia de autoestima y de las posibilidades de disfrute de la sexualidad cuando esas niñas lleguen a la edad adulta.
Aparte del componente ritual, existe una creencia extendida entre los indígenas, en el sentido de que la ablación de clítoris es un mecanismo efectivo de control de la infidelidad, concepción que la líder feminista Adriana Rojas considera inaceptable “¿Dónde quedan entonces los derechos de de esas personas que un día aspirarán al disfrute pleno de su sexualidad?” pregunta con vehemencia, sentada en una oficina cuyas paredes está forradas de fotografías de figuras femeninas como Rigoberta Menchú, Remedios Varo y Michelle Bachellet.
Mientras los ginecólogos insisten en que, aparte de los riesgos de infecciones que pueden llegar a ser mortales, la ablación de clítoris es generadora de secuelas como hemorragias y dolor crónico, hasta ahora las únicas acciones concretas derivadas de los foros y encuentros son una serie de visitas a los asentamientos indígenas, realizadas por funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, un organismo gubernamental, entre cuyas funciones está la protección de la infancia.
En la actualidad el trabajo se encuentra en una fase de diagnóstico para conocer de primera mano el contexto en el que tiene lugar la práctica de la ablación, para poder diseñar las herramientas que conduzcan al diálogo entre las percepciones particulares de los indígenas, los marcos constitucionales y legales y la noción de los derechos universales de las personas.
Para el abogado y catedrático Albeiro Beltrán “apasionado por el estudio de las relaciones entre el derecho y la cultura”, como el mismo se define, aunque no se han registrado denuncias en los últimos meses, dado el peso que tienen los atavismos en los seres humanos, es altamente probable que las ablaciones a niñas se sigan practicando entre muchos integrantes de la etnia Embera- Chamí.
Sucede que, como en buena parte de los rituales, estas cosas están rodeadas de un sigilo, que recién se rompió con las denuncias de los médicos y los pronunciamientos de los jueces.
Finalmente, el antropólogo William Medina, egresado de la Universidad Nacional de Colombia, asegura que la zona de Pueblo Rico y Mistrató puede ser la única de Colombia donde los indígenas mantienen la costumbre de la ablación y que esa circunstancia, en lugar de aclarar, hace más complejo el panorama, pues algunos líderes se sienten en la obligación de conservarla, como soporte mismo de sus cosmovisiones.
Es en ese punto, donde coincide con médicos, jueces y autoridades, en el sentido de que no será la represión, sino la educación y la persuasión los elementos capaces de generar las condiciones para el cambio en unas costumbres que, dadas las implicaciones en materia de salud y derechos, en todo caso habrá de darse de manera bastante lenta.