Fragmentos de la novela Alejandra: La poeta que murió de su vestido azul, de Carlos Torres. “Más que una reconstrucción biográfica imaginaria, esta novela es una invitación a repensar la literatura como universo íntimo, intertextual y social.”
Primera parte
Alejandra trepaba los escalones de madera de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires cuando, al tropezarse, cayeron de sus manos multitud de papeles escritos con letra menuda, como caminitos de hormigas bordeando sus primeros abismos. Eran estos los poemas de su libro “La tierra más ajena”. Tenía veintidós años, la timidez a flor de piel y las palabras que ya decían mucho de su visión de mundo.
“¿mis alas?
dos pétalos podridos
¿mi razón?
copitas de vino agrio
¿mi vida?
vacío bien pensado
¿mi cuerpo?
un tajo en la silla”
De niña corría calle arriba por Avellaneda. Volaba en silencio arrastrando sus siete años a la espera de su padre que se acercaba lento, con su maleta vieja, chaqueta larga, negra y sucia que se elevaba con el viento. A lo lejos agitaba su mano y gritaba su nombre en yidish (Buma), y ella volaba con sus pétalos podridos a cuestas, le arrebataba la maleta y corría a esconderse en un rincón de aquella pequeña casa de puerta verde, andenes altos y recodos, a tocar con sus dedos ligeros los tesoros que aparecían en sus manos. Eran cadenas de oro barato, anillos de todos los tamaños, aretes simples, collares y pulseras que tintineaban al caer sobre las baldosas frías de aquel otoño de 1943. Ella venía jadeante, buscando la luz al fondo del zaguán, deseando atrapar con sus manos el silencioso brillo.
Elías Pozharnik deambulaba las calles de Avellaneda, puerta a puerta, en medio del bullicio del tranvía que corría repleto de peronistas con los brazos en alto gritando vivas al Patrón; sus cabezas se asomaban por las ventanas interrumpiendo los avisos de Coca-Cola que daban muestras de la alegría de ese Buenos Aires que amanecía a mitad del siglo. Gastaba sus años ofreciendo a cómodos plazos joyas de oro barato y alagando a las mujeres de Avellaneda con su aliento idiomático, diciéndoles boito muy boito, al ver lucir en sus rostros las alhajas que resplandecían en el viejo espejo de marco de madera, que sostenía en sus manos mientras reía junto a ellas, con sus labios gruesos, ladeados, tristes y lejanos. Era un duro comienzo para esta familia de inmigrantes rusos que nada conocían del sur y no podían advertir la vida que se avecinaba. Huían de la pobreza y la persecución judía, habían nacido en la pequeña ciudad rusa de Rovne, entre montañas, árboles y ruinas de antiguas culturas perdidas en el tiempo. Elías y Rejzla Bromiker, en su huida, cargaron dos maletas de cuero hasta París para encontrarse con un primo que también buscaba un lugar dónde vivir. El invierno en París fue tan implacable como los ruegos de Rejzla que hablaban de su hermana, quien vivía en un lugar muy lejano, cerca del mar, en un sur donde el invierno era menos duro: una promesa llamada Avellaneda. Iban escapando de una realidad implacable, muchos de sus familiares habían sido encarcelados o desaparecidos, ellos ya no tenían nada que perder.
Alejandra: La poeta que muriò de su vestido azul
Carlos Luis torres
Sílaba Editores
Páginas: 150
2019
Se embarcaron en El Havre en un buque antiguo, el Regina Margarita, con rumbo incierto. Dos cartas de Rejzla se habían perdido en el tiempo y la distancia, a pesar de ello la hermana salía a esperarlos, día tras día al puerto, siendo la única alternativa ante la incertidumbre de un largo viaje, sin comunicación alguna y sin otro idioma distinto al de ellos, que les serviría de muy poco en la lejana latitud que los alcanzaba. Fueron treinta y dos días en un viejo y desvencijado camarote de tercera clase, en medio del frío y el calor, hartos del hacinamiento, de los olores y del tedio; pasaron el viaje encerrados en esa torre de babel, asqueados por aquella comida de presidio.
Después de una larga monotonía en un repetir de olas, finalmente llegaron para someterse a un registro de procedencia que les quitaría el nombre, desde ese momento ya no serían Pozharnik, se llamarían Pizarnik: una equivocación del guarda de aduana bastó para que fueran otros. Su hermana los condujo a través de una hermosa ciudad con autos, tranvías y caballos, de mercados y ventorrillos en las aceras, hasta una pequeña alcoba de inquilinato en Avellaneda, junto a la escuela pestalozziana donde la joven comunidad judía se ayudaba a ser ellos, mientras recibían noticias de las persecuciones que marcarían el comienzo del Holocausto.
El nacimiento de Flora Alejandra los sorprendió pues ninguno esperaba otra niña después de Myriam, y dos hijas no facilitaban la vida en un país desconocido donde apenas se abrían paso entre nostalgias y empujones. Flora, nombre que perfumaba el mundo de afuera, se convertía en Buma puertas adentro, donde se le soltaban las palabras que derribaban el muro de los dos idiomas. En la casa traslucían los murmullos cotidianos, las observaciones de la madre, las conversaciones entre las hermanas, las noticias que llegaban desde Europa, por los nuevos emigrantes judíos rusos y polacos que contaban el trágico destino de cada uno de los Pozharnik, que poco a poco eran exterminados. La madre y el padre los iban llorando uno a uno en yidish, entre lamentos y largas frases que se repetían sin que mediara un respiro o un silencio, ni un cambio en la voz; eran inmensas cadenas de oraciones que recorrían los rincones de aquel inquilinato de puertas verdes e idiomas diversos. Los ojos de Alejandra se asomaban al mundo exterior a través del borde de la puerta, sintiendo el bullicio de las multitudes de la esquina, el paso de los tranvías de colores fuertes y, por primera vez, miedo al sol. Corría a esconderse intimidaba por el sonido de la campana del carro de bomberos que volaba calle abajo. Se ocultaba tras las cortinas para asustar a las sombras de la casa.
Mientras su madre la buscaba, el gato se paraba junto a ella delatándola con el mismo verde de su mirada y Alejandra, poniendo el dedo sobre los labios, le decía: si te ríes gato, nos encuentran. Pasaba las horas entre claroscuros, en la penumbra tenue de una cortina traída de muy lejos con el incansable olor a viejo de un pueblo perdido entre muebles de madera y eso tan lejano que contaba su madre en el idioma, que le enseñó qué es ser judía.
Nosotros fuimos una familia muy grande, le decía, nacidos en un pueblo llamado Roda, los jardines se llenaban de flores rojas y tu padre oraba en el Templo, ensayaba todos los días, y a mí me gustaba oírlo cantar en el baño cuando el agua de la tinaja se rompía sobre su cuerpo, era joven y robusto cuando lo conocí, decía su madre como hablando consigo misma, él tenía los labios gruesos por donde salía una voz deliciosa, no como ahora que es todo silencio. Era bonito oírlo cantar mientras se afeitaba frente a un espejito partido por el medio, lo recuerdo con su pañuelo rojo al cuello, luciendo su sombrero en la calle; sí, niña, había sol y también gatos y tu padre era tu padre, y yo tan nido.
Alejandra quería devorarlo todo, en la escuela gozaba abriendo la puerta de vidrio del mueble que guardaba libros de lomo azul y verde pues no perdonaba ningún párrafo, ni siquiera los periódicos que colgaban en la puerta del boliche del italiano, esos que también olían a queso rancio.
Su padre, al regresar del templo donde al orar también recordaba sus muertos, se sentaba en la sala, se quitaba los botines y posaba sus pies desnudos sobre las baldosas frías. Se le veía cansado, siempre triste, se pasaba la mano por los cabellos, se mordía un dedo, se ponía a llorar mientras le contaba a Rosa que el tío, que la abuela y que el chico pelirrojo estaban en la lista de desaparecidos. Luego cantaba y su voz se iba por el pasillo trepando la clepsidra, se tornaba lamento, oración, llanto tenue, camino de pájaros negros entrando por la casa. Ella se escondía tras las cortinas para verlos a los dos, abrazados, muy solos en Avellaneda y en el mundo.
Para ir a la presentación de la novela hacer clic aquí